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sábado, 4 de noviembre de 2017

El complejo tema de la muerte encefálica.

 Las discusiones sobre la muerte encefálica (o muerte cerebral, aunque no todos la entienden como idéntica a la muerte encefálica) muestran que estamos ante un tema complejo. Porque, en el corazón de esas discusiones, se cruzan varios problemas y perspectivas. ¿Cuáles? 
        Sin pretender mencionar los muchos aspectos de la cuestión, nos fijamos en los siguientes: ¿cómo entender la muerte, especialmente con ayuda de la filosofía? ¿En qué medida la tecnificación de la medicina y sus costos han cambiado el panorama? ¿Cómo influye, a la hora de determinar si alguien está muerto, el interés de aprovechar sus órganos para un eventual transplante? ¿Cómo establecer parámetros médicos adecuados que sirvan para constatar si se ha dado efectivamente la muerte de un ser humano en un contexto tecnológico como el de muchos hospitales? 
        En cierto sentido, las preguntas apenas mencionadas se relacionan entre sí. Según cómo se defina filosóficamente la muerte se propondrá un modo de constatarla técnicamente, unas líneas guía sobre cuándo y cómo usar y no usar aparatos de reanimación y otros tratamientos, y unas posibilidades respecto de la extracción y transplante de órganos. 
        Empecemos por el primer tema: ¿cómo definir la muerte? No resulta fácil encontrar una buena definición para un hecho que constatamos con frecuencia y que forma parte ineliminable de la existencia humana. Como punto de partida, reconocemos que sólo hay muerte si antes ha habido vida, y la noción de vida también es difícil de aferrar. 
        Si acudimos a la filosofía, morir implica un cambio profundo, sustancial, por el que un ser viviente deja de serlo y se convierte en una realidad no viviente. La definición deja aspectos en el aire, pues al morir un ser viviente siguen presentes en su cuerpo otras formas de vida: algunas células siguen activas, además de que “aparecen” microorganismos que empiezan a desarrollar un trabajo frenético. A pesar de lo anterior, notamos como característica de la muerte el hecho de perder un nivel de unidad biológica funcional que se daba anteriormente y que deja de darse, y que impide la realización autoregulada de actividades básicas, como las propias de la nutrición. 
        Podemos, entonces, indicar que la muerte consiste en la pérdida de la vida de un ser de nuestro mundo. Otra definición filosófica, que tiene dos importantes aladides, Platón y Aristóteles, nos dice que morir es perder el alma. Un cordero vive mientras tiene alma. ¿Cuándo se pierde el alma? Cuando el organismo queda tan dañado que desaparece en él la coordinación necesaria para que se dé un determinado tipo de alma que lo mantenga en vida. 
        Este tipo de definiciones parecen complejas, pero pueden simplificarse si decimos que morir es dejar de ser un viviente de una especie concreta. Dejar de vivir como hombre, o como ciervo, o como abeja, o como caracol. 
        Respecto de los seres humanos, morir es perder la propia existencia biológica; o, si se acoge una idea clásica, morir consiste en la separación entre el alma y el cuerpo. No es el momento para detenernos a explicar lo que sea el alma humana, pues necesitaríamos para ello una elaboración articulada y compleja. Simplemente nos situamos en la perspectiva según la cual la muerte implica el final de la existencia terrena de un ser humano, pero no su total aniquilación, pues el alma pervive tras la muerte, por tratarse de un alma espiritual. 
        La muerte de cada hombre, de cada mujer, tiene un carácter único, precisamente porque el ser humano posee una naturaleza especial, un modo de existir que lo sitúa en un lugar inigualable entre los demás seres vivos que conocemos en el planeta. Ello explica por qué ofrecemos tantas atenciones a varios niveles (médico, psicológico, espiritual) a cada uno, sobre todo cuando se acerca ese momento inexorable de su muerte. 
        Entramos así al segundo aspecto de nuestro tema: la tecnificación de la medicina. Con los progresos de la ciencia y de la técnica, muchas situaciones que en el pasado llevaban inexorablemente y con bastante rapidez hacia la muerte pueden ser superadas, al permitir curar a las personas, o al mantenerlas en vida durante semanas, meses e incluso años, a pesar de seguir dañadas por algunas enfermedades de gravedad. 
        La enumeración de tales progresos podría ser larguísima. Sería suficiente recordar las mejoras en la higiene (algo que falta todavía hoy en no pocos lugares del planeta), las vacunas, la respiración artificial, las transfusiones de sangre, los antibióticos, la diálisis, la microcirugía, los transplantes de tejidos y órganos, el uso de antidoloríficos y calmantes, etc. 
        Algunas personas necesitan, por la situación en la que se encuentran, la ayuda de una o varias de las nuevas tecnologías médicas, a veces con gastos sumamente elevados. Basta con visitar la zona de reanimación de algunos hospitales para percibir la complejidad de los aparatos empleados, que en ocasiones son producidos a precios muy altos, y cuyo mantenimiento y uso también es costoso. 
        Los beneficios de estos progresos están a la vista. Millones de personas, que hace un siglo habrían muerto en su infancia o juventud, pueden llegar a vivir más allá de los 70 años, en condiciones de vida bastante aceptables. Al mismo tiempo, no podemos olvidarlo, otros millones de personas están privadas del acceso a esos progresos, incluso a curas básicas, por falta de recursos propios y/o públicos, lo cual explica la poca esperanza de vida de la población en algunas regiones de nuestra tierra. 
        Aquí hemos de señalar una situación nueva para las familias y las sociedades. En los países con una asistencia médica más avanzada, resulta posible prolongar el tiempo de vida, con el uso de aparatos más o menos sofisticados, de personas que han sufrido graves daños y a las que resulta muy difícil devolver a condiciones de vida más o menos autónoma. 
        Un caso paradigmático es el de quienes viven durante años en estado vegetativo. Otro es el de quienes pueden sobrevivir sólo con la ayuda de aparatos muy costosos, por ejemplo con un pulmón de acero. El caso de la española Olga Bejano Domínguez resulta ser, en ese sentido, paradigmático. 
        Este tipo de situaciones no sólo crea un aumento de gastos, que alguien debe pagar (el mismo enfermo, sus familiares y conocidos, las compañías aseguradoras, el Estado), sino que también lleva a algunas personas, movidos por una errónea idea de compasión, a desear que el enfermo deje de sufrir, lo cual sería posible adelantando su muerte. Es decir, se hacen presentes propuestas de eutanasia en sus diversas formas, con las que, algunos dicen, se abreviarían dolores y gastos al provocar la muerte de un ser humano situado en condiciones que muchos califican como de baja “calidad de vida”. 
        No nos detenemos en elaborar un juicio sobre la eutanasia y sobre la necesidad de distinguir entre tratamientos proporcionados y ensañamiento (encarnizamiento) terapéutico. Basta con recordar lo ya explicado en un documento publicado por la Congregación para la doctrina de la fe en 1980 con el título “Iura et bona” para un buen enjuiciamiento ético sobre esta temática. 
        Pasamos así al tercer aspecto: los transplantes de tejidos y órganos. Es un tema relativamente nuevo y que ha abierto fronteras prometedoras gracias a los enormes progresos de la medicina que acabamos de recordar. Con un mejor conocimiento del organismo humano y con medicinas e instrumentos cada vez más sofisticados, es posible ofrecer a miles de personas tejidos y órganos con los que mejorar su salud y prolongar el tiempo de su existencia terrena. 
        No es el caso explicar los diversos aspectos médicos que giran en torno a los transplantes, sobre todo respecto de la calidad del órgano transplantado y de su compatibilidad en quien lo recibe. Es obvio que un órgano que va a ser transplantado podrá ayudar eficazmente a un receptor si tal órgano es obtenido en las mejores condiciones posibles. 
        En vistas a esas condiciones optimales, se comprende que extraer órganos de personas fallecidas en el sentido clásico del término (después de la cesación de toda actividad respiratoria y cardíaca) no resulte especialmente eficaz, pues algunos órganos candidatos a ser transplantados quedan dañados en mayor o menor medida por la falta de irrigación sanguínea y los demás procesos que siguen a la muerte. 
        Por lo mismo, un donante será más “adecuado” si ofrece un órgano en condiciones de salud (como ocurre cuando una persona sana cede un riñón a otro), en condiciones de falta de salud pero con el apoyo de aparatos que mantienen ciertas funciones básicas (nutrición, respiración, circulación sanguínea), o en una situación de muerte encefálica (sobre la que hablaremos un poco más adelante). Igualmente, reducir al máximo el tiempo que pasa entre la muerte del donante, la extracción del órgano y su transplante en el receptor resulta clave para que todo el proceso obtenga beneficios aceptables. 
        La reflexión ética sobre el tema de los transplantes no puede dejar de lado una serie de preguntas: ¿existe una obligación de donar órganos a quienes no pueden vivir sin un transplante? ¿Puede el donante poner en peligro su salud desde la pérdida de una parte de sí mismo? ¿Qué tipo de costos hay en los transplantes y quiénes los deben pagar? ¿Cuándo un transplante implica más daños que beneficios en quien lo recibe? ¿Con qué criterios seleccionar a varios pacientes que recibirían sin grandes problemas de rechazo un único órgano disponible? 
        Por lo que respecta a transplantes desde un cadáver, la pregunta central es: ¿con qué criterios tener certeza de que el cuerpo del donante ya pertenece a un ser humano fallecido? En otras palabras, ¿cómo constatar con seguridad que la muerte ha tenido lugar y que ya sería lícito extraer los órganos de este cadáver? ¿Y qué sistemas de reanimación pueden usarse sobre un cadáver con el fin de conservar de la mejor manera posible sus órganos en vistas a un eventual transplante? 
        Con esta última pregunta tocamos el cuarto aspecto que habíamos señalado al principio, y lo hacemos precisamente desde el tema de los transplantes de órganos. Al hacerlo así evocamos la situación histórica en la que se elaboró una de las primeras definiciones de muerte cerebral: una comisión en Harvard, el año 1968, que tenía entre sus objetivos determinar los parámetros que permiten tener certeza de estar ante un cadáver para facilitar la extracción de sus órganos. Con esos parámetros, se pensó, sería posible dejar de “mantener” artificialmente (con aparatos costosos, no lo olvidemos) a aquellos cuerpos de personas fallecidas pero que conservaban funciones vitales gracias a la técnica; por otro, habría seguridad de que la extracción de los órganos de esos cuerpos mantenidos artificialmente en condiciones “vitales” no provocaba su muerte, pues ya estarían muertos... 
        El informe de Harvard de 1968 establecía una serie de parámetros desde los cuales se podría constatar que el cerebro había dejado de coordinar y mantener la unidad del organismo, por lo que uno estaría muerto a pesar de las apariencias de vitalidad que serían simplemente el resultado del uso de los modernos aparatos de reanimación y sustentamiento. 
        Hay que constatar que existen en el mercado diversas teorías sobre cuáles sean los parámetros para constatar la muerte cerebral, mientras que otros prefieren hablar, de un modo más preciso, sobre muerte encefálica. Igualmente, no todos concuerdan a la hora de indicar qué partes del encéfalo habría que considerar para ver si uno está o no está muerto. Algunos, por ejemplo, suponen que habría muerte cuando está dañada la parte cortical del cerebro. Otros, en cambio, consideran que sólo hay muerte cuando están dañadas de modo irreversible todas las partes del encéfalo, es decir: el cerebro, el cerebelo y el tronco-encéfalo. 
        El panorama se hace más complejo si recordamos que un filósofo como Hans Jonas consideró éticamente incorrecto usar la idea de muerte cerebral para extraer órganos de un cuerpo humano mientras seguía unido a los aparatos que lo mantenían con ciertas funciones “vitales”. Según este autor, la muerte no es algo que puede ser identificado con un momento concreto ni desde señales de daño cerebral irreversible, sino un proceso. Según Jonas, sólo sería lícito extraer órganos en aquellos cuerpos que hubieran sido desconectados de los aparatos que los mantenían en una forzada “reanimación”, cuando ya fuera evidente que no tenían ninguna actividad cardíaca ni respiratoria autónomas. 
        Hay autores de ámbito católico, como Josef Seifert y Robert Spaemann, que también se han opuesto al uso de la idea de muerte cerebral para permitir la extracción de órganos vitales de un cuerpo cuya muerte no habría sido constatada con la suficiente certeza a través del uso de parámetros inseguros, insuficientes o mal utilizados, como el de la muerte cerebral. 
        Otros autores, también de ámbito católico, como el cardenal Elio Sgreccia, se muestran más abiertos a un uso éticamente correcto de la constatación de la muerte desde el criterio neurológico (muerte encefálica); es decir, desde una serie de parámetros que indican la pérdida de la unidad mínima necesaria para que un organismo esté dotado de vida autónoma. Tales parámetros, si determinan que ha habido una cesación irreversible de todas las funciones encefálicas, serían suficientes para estar seguros de que estamos ante un cadáver. 
        Como se ve, estamos ante un tema complejo y con muchas perspectivas. Hay, sin embargo, algunos criterios fundamentales que no pueden ser dejados de lado, y que por desgracia no son compartidos por quienes abordan estas temáticas. Tales criterios son: hay que respetar siempre a la persona humana; hay que ayudarla a conservar su vida en la medida de lo posible y sin menoscabo del respeto a otros; hay que promover todo aquello que tutele la salud y que permita una atención adecuada a las personas enfermas; hay que evitar toda intervención excesiva y desproporcionada cuando ya no es posible restablecer la salud y cuando hay graves inconvenientes de tipo humano, familiar y social; nunca será lícito extraer órganos u otras partes del cuerpo de un ser humano en aparente muerte encefálica si no existe la certeza suficiente de que ya ha fallecido, como tampoco es lícito provocar tal muerte por falsa compasión o para utilizar partes del cadáver. 
        Son criterios generales, pero que suponen admitir una verdad que ha sido mencionada anteriormente: todo ser humano, por su condición espiritual, goza de unos derechos intrínsecos, entre los que se encuentra el derecho a la vida y al cuidado de su salud, desde su concepción hasta que se produce su muerte.

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