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miércoles, 29 de noviembre de 2017

El futuro de Israel, condicionado por el judaísmo ultraortodoxo



Por Sergio Marín

Jerusalén.— Israel pasará a la historia, entre muchas otras cosas, por haberse constituido como el único Estado confesionalmente judío. Sin embargo, aunque la imagen que pudiera transmitir al exterior sea de una nación judía homogénea, la realidad es que uno de los principales retos políticos que Israel tiene por delante –además del conflicto palestino– es el de integrar en una misma tierra maneras diametralmente opuestas de entender el judaísmo.

La secularización de Occidente no se ha quedado a las costas del mediterráneo: Israel es, en muchos aspectos, un país occidental más en el que la forma de entender sociedad, Estado y religión suscita el dilema de cómo lograr la coexistencia entre quienes ven en el judaísmo la clave de interpretación de la realidad en su conjunto y quienes lo cuentan como un elemento más dentro de la cultura y tradición recibidas.
Los jaredíes (del hebreo חֲרֵדִים, que significa “los que temen a Dios”) o –como se suele llamarlos– “ultraortodoxos” representan, dentro del judaísmo, la práctica religiosa más devota. Al igual que otros grupos de judíos, creen que Dios entregó la Torá a Moisés en el Monte Sinaí junto con sus respectivas reglas y mandamientos (mitzvot), 613 en total, que componen el cuerpo de la ley judía (Halajá). Pero, a diferencia de la mayoría de sus coetáneos, se caracterizan por una interpretación prácticamente literal del texto de la ley judía, y por adoptar posturas radicales en el resto de ámbitos de la vida cotidiana.

Segregados

En concreto, gran parte de la comunidad jaredí se caracteriza por un rechazo de la modernidad occidental, y se esfuerza por vivir del modo más alejado posible de todo cuanto tenga que ver con ella. Para la mayoría de jaredíes, el mundo moderno es una fuente constante de perversión, ante el cual solo cabe dar la espalda y tratar de vivir al margen. Este rechazo se traduce, en concreto, en una segregación geográfica, pues la mayoría de judíos ultraortodoxos suelen vivir aislados del resto de comunidades laicas que les rodean, formando barrios y distritos aislados en medio de las ciudades. El contraste llega en ocasiones a ser extremo. Algunos de estos barrios, como el de Mea Shearim en Jerusalén, tienen claramente marcados sus límites, y se ruega a todo el que entre a que no perturbe “la santidad de este lugar” ni se pasee vestido de forma poco decorosa.
La propia manera de vestir y de relacionarse es ya un elemento de clara diferenciación. Los hombres suelen llevar largas barbas, kipá o sombrero en la cabeza, camisa blanca y un largo traje negro. Las mujeres, por su parte, suelen llevar el pelo recogido y envuelto con un pañuelo, y las extremidades cubiertas hasta las muñecas y los tobillos respectivamente. Los códigos sociales de modestia en varios de estos barrios alcanzan, en algunos casos, cotas extremas. En muchos de ellos los hombres no dirigen la palabra a ninguna mujer más que a su esposa y viceversa; el transporte público está separado en la sección de hombres y la de mujeres, y algunas, especialmente devotas, solo salen a la calle con un burqa que las cubre por completo.
Esta segregación posee también una vertiente social, ya que los judíos ultraortodoxos poseen todo un sistema educativo paralelo al secular. En él, cada estudiante permanece hasta los 18 años en su respectiva yeshivá, estudiando el Talmud y la Torá; después, los hombres –que suelen contraer matrimonio a esta edad– pueden optar por continuar sus estudios en centros más avanzados denominados kolel. Para la gran mayoría, el estudio de los textos religiosos constituye la actividad más noble en la que invertir su tiempo, cumpliendo así la profecía de Isaías: “La tierra estará llena del conocimiento del Señor, como las aguas cubren el mar” (Is 11, 9).

Judíos no sionistas

Este rechazo del mundo, unido a un atento cumplimiento de lo recogido en los textos sagrados, se traduce también en un rechazo ampliamente mayoritario del sionismo y del establecimiento del Estado de Israel. La opinión compartida por muchos jaredíes es que Dios destruyó el reino de Israel para castigarlo, y que solo el Mesías podrá restaurarlo de forma definitiva. De ahí que cualquier intento fáctico de establecer de nuevo un orden definitivo para el pueblo judío esté visto por muchos como un acto de rebelión contra Dios.
La participación política del sector jaredí es, por ello, escasa, entendida solamente como una presencia necesaria para defender sus derechos y garantizar el cariz religioso de las distintas políticas sociales. No obstante, los dos partidos que aglutinan la amplia mayoría de votos de la comunidad ultraortodoxa, el Shas (representante de los judíos ultraortodoxos de tradición sefardí) y el Yahadut Hatorah (que reúne a los de tradición asquenazí), históricamente han resultado ser de vital importancia para los dos grandes partidos –el Likud y el partido laborista– para formar una coalición de gobierno. Lo que explica asimismo el gran poder de negociación que el Shas y el Yahadut Hatorah han tenido para reivindicar en el Parlamento los derechos y beneficios de los que goza la comunidad ultraortodoxa.

Coexistencia difícil

La coexistencia de los jaredíes junto con otros segmentos de la población se encuentra en la actualidad en una situación delicada. Si bien es cierto que muchos judíos practicantes consideran legítima la práctica ultraortodoxa, muchos otros –principalmente judíos seculares– ven en este grupo un grave peligro para el sostenimiento y desarrollo del Estado de Israel. Y ello principalmente por tres razones: la negativa de los jaredíes a participar en el servicio militar obligatorio, su baja participación laboral y su rápido crecimiento demográfico.
En Israel, los hombres deben prestar el servicio militar durante 32 meses y las mujeres durante 24. Con la creación del Estado de Israel en 1948, el primer ministro David Ben-Gurión eximió de forma simbólica a 400 estudiantes de distintas yeshivot para resucitar los estudios de la Torá tras el Holocausto. Dicha exención fue posteriormente ampliada al resto de estudiantes vinculados a algunos de estos centros y, durante las últimas décadas, ha sido el objeto de una tensa polémica que ha dado lugar a distintas revisiones y propuestas de ley.
Tras las elecciones de 2013, el gobierno entonces formado –sin representación jaredí en la coalición– logró aprobar una propuesta de ley por la que se revocaba la exención del servicio militar para los judíos ultraortodoxos por su participación activa en los estudios religiosos. Con el nuevo gobierno formado en 2015, esta propuesta de ley fue enmendada y se estableció una prórroga de cinco años –hasta 2020– para revisar las condiciones de la exención. No obstante, el pasado septiembre el Tribunal Superior de Justicia israelí declaró inconstitucional dicha enmienda, otorgando al gobierno un año de prórroga para introducir los cambios necesarios y normalizar la situación. Semejante noticia ha sido recibida con gran indignación por la comunidad ultraortodoxa, que a lo largo de estos dos últimos meses ha protagonizado distintas manifestaciones y enfrentamientos con la policía, tanto en Jerusalén como en otras ciudades, para expresar su disconformidad ante la decisión de los jueces.
La obligación o exención del servicio militar es, para muchos judíos, un debate de capital importancia. No solo por un motivo de seguridad nacional, sino principalmente por una cuestión de igualdad social. El servicio militar constituye en Israel la principal herramienta de unificación e igualación entre los distintos estratos sociales: de ahí que muchos no entiendan por qué a día de hoy siguen existiendo, de facto, ciudadanos de primera y segunda clase: aquellos exentos de prestar este servicio por su práctica religiosa y el resto de la población.

Subvenciones en vez de sueldos

Muchas de las críticas contra los jaredíes proceden también de la negativa de muchos de ellos a realizar alguna actividad laboral (solo un 45,7% de los hombres de la población jaredí trabaja, frente al 60,4% nacional). Actualmente, un judío ultraortodoxo adulto que decida continuar sus estudios religiosos en un kolel, recibe del Estado una subvención que varía entre los 120 y los 215 dólares mensuales, a los que se añaden otra subvención por cada hijo de entre 42 y 52 dólares al mes. Para muchos hogares en los que el marido se dedica al estudio de la Torá, la existencia de este tipo de subvenciones –unido a trabajos puntuales dentro de la comunidad, al gran apoyo económico entre jaredíes, al trabajo de la esposa y a los estrechos lazos intergeneracionales en las familias– hace que vivir con las necesidades básicas cubiertas y formar una familia numerosa sean perfectamente compatibles.
Pero, al mismo tiempo, la existencia de este tipo de subvenciones ha contribuido a crear un pequeño ecosistema del que muchos judíos ultraortodoxos se niegan a salir. Esta falta de voluntad y de alicientes para buscar un empleo, unida al hermetismo propio de la comunidad jaredí, hacen de este sector de la población una franja completamente desmotivada e inepta para realizar cualquier tipo de trabajo más allá del reducido circuito en el que viven. De ahí que muchos otros judíos seculares consideren como un despropósito y como una clara discriminación que una parte significativa del dinero público se destine cada año a financiar el estilo de vida jaredí.
Estos problemas, que representan una amenaza para la cohesión social y la sostenibilidad económica de un país de apenas 8,5 millones de habitantes, tienen delante de sí un futuro bastante incierto de cara a su resolución. La comunidad jaredí posee la tasa de fecundidad más alta del país (unos 6,9 hijos por mujer, frente a los 3,13 de la población secular judía y de la árabe-israelí), y se estima que para 2059 represente un 30% de la población total de Israel (unos 5,25 millones sobre un total de 18 millones).
Definir un nuevo modo de coexistencia entre los judíos ultraortodoxos y el resto de sensibilidades representadas en Israel constituye, seguramente, uno de los principales retos a los que la política israelí deba hacer frente durante los próximos años. Pues no se trata únicamente de un debate de políticas sociales o económicas, no consiste únicamente en lograr una forma de integración que satisfaga a todas las partes implicadas. Se trata, ante todo, de un problema de identidad del propio Estado de Israel: casi 70 años después de su creación, necesita preguntarse con profundidad y rigor qué significa, hoy más que nunca, ser un Estado judío.

sábado, 25 de noviembre de 2017

Francisco: Cuando vamos a Misa es como entrar en el Calvario, no es un espectáculo

Las empresas funcionan mejor con gente feliz





Sobre una conferencia de Marian Rojas, Psiquiatra.

La especialista destaca que la inteligencia emocional en un grupo mejora la operación; recomienda contar con un área que gestione emociones y lleve a cabo talleres
“Si la gente es más feliz en el trabajo, la empresa funciona mucho mejor”, resaltó la profesora Marian Rojas, psiquiatra egresada de la Universidad de Navarra y especialista en la relación entre inteligencia emocional y el mundo empresarial. Como parte del Encuentro Global de Egresados que se realiza para festejar los 50 años del Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas (IPADE), de la Universidad Panamericana, Rojas impartió ayer una conferencia sobre la importancia del manejo de las emociones y la felicidad.
La experta explicó que cada vez se demuestra más que la inteligencia emocional en un equipo empresarial mejora la operación. Señaló que en materia de liderazgo corporativo se requieren habilidades emocionales además de las cognitivas. La también titular de la Fundación Rojas-Estapé para ayudar a niños y jóvenes de escasos recursos con trastornos de conducta y personalidad mencionó que las tres características de la inteligencia emocional son: aprender a gestionar emociones, entender las emociones de los demás y empatizar.
“La felicidad consiste en cómo interpretamos lo que nos pasa. Y esa interpretación depende de cómo me conozco, de mi sistema de creencias y la actitud que tengo ante la vida”.
Consideró que cuando las personas cambian, lo mismo ocurre con las organizaciones y el resultado impacta a la sociedad. Indicó que tras su experiencia se ha detectado que la vida en casa afecta lo que ocurre en el desarrollo profesional y viceversa. Sobre consejos para las empresas, Rojas señaló que el primer paso es que se hagan consientes de lo fundamental que es ser feliz en el trabajo. Lo segundo es tener a una persona o área dedicada a gestionar las emociones y por último motivar la participación mediante talleres.
“Los equipos que más crecen tienen a un líder que sabe ser una buena persona, con un cerebro sano basado en la bondad y capacidad de gestionar sus emociones”.
Resalta el poder de los pensamientos
Durante la conferencia magistral que ofreció las instalaciones del IPADE Guadalajara, Marian Rojas habló de la importancia que los pensamientos tienen en la salud y en la felicidad. La psiquiatra resaltó que el cerebro no identifica lo real de lo imaginario. Esto significa que cuando se siente estrés por distintas cuestiones, aunque no hayan sucedido, libera una hormona conocida como cortisol. “El 90% de las cosas que nos preocupan no suceden, pero nuestra mente lo vive como si fuera real”. La experta subrayó que esta situación merma la salud y provoca estados prolongados de depresión y ansiedad. “En una sociedad que ha perdido el sentido…, buscamos sensaciones. Eso nos lleva a una búsqueda frenética de satisfacción: en las comidas, temas sexuales, vinos. No tiene por qué ser malo, pero sustituyen el verdadero sentido de la vida”.

domingo, 19 de noviembre de 2017

Liga de la justicia


Justice League
Contenidos: Imágenes (algunas V)

Reseña: 

Motivado por la fe que había recuperado en la humanidad e inspirado por la acción altruista de Superman, Bruce Wayne recluta la ayuda de su nueva aliada, Diana Prince, para enfrentarse a un enemigo aún mayor. Juntos, Batman y Wonder Woman se mueven rápidamente para intentar encontrar y reclutar un equipo de metahumanos que combata esta nueva amenaza. El problema es que a pesar de la formación de esta liga de héroes sin precedentes –Batman, Wonder Woman, Aquaman, Cyborg y Flash– puede que sea demasiado tarde para salvar el planeta de una amenaza de proporciones catastróficas.
Tras sufrir una terrible tragedia familiar –el suicidio de su hija–, el director Zack Snyder se vio obligado a abandonar la postproducción del film, siendo sustituido por Joss Whedon, responsable del modelo a imitar, Marvel Los Vengadores, que aparece acreditado como coguionista.
Pese a que no logra salvar el carro del todo, ha recortado el metraje previsto, y ha rodado nuevas escenas en las que ha introducido bastante humor. Este cambio le da un tono más luminoso al conjunto, más propio de los cómics, que le viene bastante bien. También acierta la banda sonora, en la que Danny Elfman no ha dudado en meter su propio tema de Batman de los filmes de los 90, y el de Superman, del maestro John Williams. Nada nuevo, pues, pero digerible por todos los públicos, bien rodado, montado con agilidad y muy espectacular cuando debe serlo.

Una razón para vivir


Breathe
Contenidos: Imágenes (algunas S-)

Reseña: 

El aventurero y carismático Robin Cavendish tiene toda la vida por delante cuando la polio le provoca una parálisis. Contra toda recomendación médica, su mujer Diana le saca del hospital. La persistencia, ingenio y determinación de ambos les permitirán sobreponerse a la enfermedad y su actitud será, para todo y para todos, un ejemplo de valentía y de ganas de vivir.
Por muy veraz que sea una de esas películas basadas en hechos reales, no queda garantizada la verosimilitud. Sirva como ejemplo la magistral Una historia verdadera, relato de un anciano achacoso que para visitar a su hermano recorre los 500 kilómetros que separan Iowa de Wisconsin en un cortacésped.
A diferencia de lo que ocurría en aquélla, no consigue resultar creíble este biopic de un personaje auténtico, Robin Cavendish, capitán retirado del ejército británico, ateo e incluso un poco anticlerical, que comerciaba en Kenia, donde su mujer, Diana Blacker, dio a luz a su hijo. 
Con una puesta en escena tan convencional como eficaz, parece que Serkis está desarrollando muy bien el relato. Incluso logra un tramo central interesantísimo, centrado en la necesidad de los enfermos no sólo de que les mantengan en este mundo, sino de lograr una vida plena y digna. 

El diagnóstico pre-implantatorio

Por Fernando Pascual 



 La fecundación in vitro, en sus distintas modalidades, permite que algunos laboratorios apliquen un “complemento” para mejorar la “calidad” de los embriones: el diagnóstico pre-implantatorio (en inglés, Pre-Implantation Genetic Diagnosis o PGD).
        ¿En qué consiste? Consiste en realizar un análisis genético del embrión concebido in vitro para luego decidir si tal embrión será transferido o no a la madre que lo va a acoger.
        Este diagnóstico se realiza cuando se sospecha la existencia de una enfermedad genética, o por petición de los padres con diversos motivos.
        ¿Cuáles pueden ser estos motivos? Por ejemplo, una familia que tenga un alto riesgo de generar hijos talasémicos podría pedir el diagnóstico pre-implantatorio. De este modo, sería posible eliminar los embriones enfermos y transferir sólo los embriones sanos. Otros padres piden este diagnóstico sólo para descubrir el sexo del embrión y decidir luego si acogerlo o rechazarlo.
        Suelen usarse varias técnicas. Una técnica consiste en estudiar el óvulo femenino a partir del primer cuerpo polar, antes de que se haya producido la fecundación. Este análisis a veces no es preciso, y sirve sólo para descubrir óvulos portadores de algún gen gravemente dañado. Destruir un óvulo “malo” no implica un grave daño moral, pues un óvulo no es todavía un nuevo ser humano.
        Otra técnica trabaja sobre el embrión recién fecundado en el laboratorio, a partir de los dos cuerpos polares. Como la técnica anterior, sirve sólo para conocer daños o deformaciones genéticas de origen materno. Pero ya está tocando la vida de un nuevo ser humano. Y según el resultado, más de alguno podría decidir eliminar a aquel embrión que pudiese resultar enfermo, con lo que esto implica desde el punto de vista ético.
        Otras técnicas hacen el diagnóstico sobre embriones en fases más avanzadas de desarrollo. Por ejemplo, cuando el embrión tiene 3 días de vida y un número muy reducido de células (alrededor de 8 células llamadas blastómeros). Este método permite individuar no sólo una posible enfermedad genética de origen materno, sino la situación real del embrión, ya constituido con su patrimonio paterno y materno: su sexo, sus características genéticas relevantes (las que pueden ser conocidas por los test, todavía no perfectos), sus posibles o seguras deformaciones... 
        Este tipo de análisis conlleva no pocos riesgos: no es algo sencillo “romper” la capa externa del embrión prematuro y tomar una célula de su interior, por lo que se da un cierto peligro de que el embrión quede dañado seriamente. A la vez, la tentación eugenética (eliminar los embriones que no reúnan la salud o las características queridas por los padres o por otras personas interesadas) es grande cuando se realiza esta técnica (normalmente orientada precisamente a la “caza” de los embriones defectuosos para garantizar una buena “calidad” de los embriones que se transferirán al útero materno).
        Existen otras modalidades técnicas, pero las dejamos de lado. Lo importante es tener presente los criterios éticos que nos guíen para juzgar estas técnicas y el uso que se hace de las mismas.
        En primer lugar, es de por sí incorrecto buscar la concepción de seres humanos fuera del ámbito natural en que tal concepción debe ocurrir. Hablamos de “ámbito natural” no sólo en clave biológica, sino antropológica: la vida humana es concebida del mejor modo posible cuando resulta del amor de unos esposos que, con un gesto de amor, se dan el uno al otro a través de su dimensión sexual. Será la misma sexualidad, con sus leyes biológicas y sus profundos mecanismos psicológicos, la que permita el que inicie, en el lugar más adecuado y más protegido, la vida del hijo: el seno de su madre.
        Cualquier inicio que atente contra la antropología del amor y de la vida (por ejemplo, como consecuencia de una violación, o a través de la fecundación in vitro, con los riesgos que tal técnica conlleva para la vida de los embriones) no quita la dignidad de quien así empieza a vivir. Pero implica una injusticia por faltar al respeto debido a cada vida, respeto que incluye el buscar el lugar más seguro para la concepción, desde el punto de vista físico y desde el punto de vista antropológico. Las concepciones en laboratorio, en cambio, se colocan bajo la óptica del control técnico, conllevan altos riesgos, y se abren a la tentación de escoger y seleccionar embriones según una lógica de dominio y de calidad escogida por los adultos.
        Precisamente en esta lógica del dominio técnico se coloca el diagnóstico pre-implantatorio. Como ya hemos dicho, cuando se descubre una posible enfermedad en el embrión, o alguna característica (incluida el sexo) no deseada por los padres, es fácil optar por su supresión. Es decir, se elimina un nuevo ser humano (un hijo) simplemente porque no reúne una serie de características mínimas de “aceptabilidad” exigidas por los adultos. Lo cual, desde el punto de vista ético, es sumamente grave.
        Estos modos de actuar reproponen una mentalidad mal llamada “eugenética”. Tal mentalidad se opone radicalmente a la medicina, pues supone, por ejemplo, aceptar la eliminación de los enfermos (embriones defectuosos) para que disminuya el porcentaje de una enfermedad... La medicina verdadera, en cambio, busca salvar y ayudar a los enfermos, ofrecerles los mejores medios para hacer llevadera su situación y, cuando sea posible, para restablecer la salud. Nunca ha sido éticamente correcto el usar un diagnóstico para condenar a muerte a nadie, aunque por desgracia se ha hecho en algunos lugares en el pasado y en el presente.
        Existe igual inmoralidad cuando el diagnóstico pre-implantatorio es usado para eliminar embriones femeninos para que nazca un niño, o eliminar embriones masculinos para que nazca una niña. El principio de no discriminación se aplica también en el nivel embrionario. Con la misma energía con la que protestamos ante la eliminación de niñas apenas nacidas deberíamos protestar cuando se destruyen embriones por razón de sexo o por otros motivos que nunca pueden justificar la eliminación de ninguna vida humana. Aunque se trate de una vida microscópica.
        Estas reflexiones, por lo tanto, nos permiten afirmar que sigue siendo oportuno trabajar para que las técnicas de fecundación extracorpórea sean dejadas de lado; y para que allí donde se apliquen no sea posible realizar diagnósticos pre-implantatorios peligrosos en su misma realización y en el uso de los mismos con fines “eugenésicos” o discriminatorios.

viernes, 10 de noviembre de 2017

El valor del sufrimiento


Por Marian Rojas Estapé, psiquiatra

El hombre necesita herramientas para superar las heridas y traumas del pasado. Los episodios que nos arrasan física y psicológicamente dejan su huella en nuestra biografía. La manera en la que uno se sobrepone y vuelve a empezar marca nuestra personalidad en muchos aspectos. La vida es un camino donde uno atraviesa situaciones de gran dificultad y sufrimiento y vuelve a empezar.
Todos hemos pasado por etapas donde percibimos que necesitamos una pausa o freno para reponernos, recuperar fuerzas o simplemente volver a intentarlo. En esos momentos se acumula la tensión, afloran sensaciones de agotamiento, de baja autoestima y uno se percibe más vulnerable que nunca. Pero, no hay que olvidar que las batallas las ganan los soldados cansados; las guerras los maestros de la fortaleza interior. Esa fortaleza interior se cultiva aprendiendo a dominar el yo interior, los pensamientos del pasado o inquietudes del futuro que nos atormentan y nos impiden vivir de forma equilibrada en el presente.
Ser feliz es ser capaz de superar las derrotas y levantarse después. El presente puede resultar en ocasiones una pesadilla. En algunos casos uno ansía huir hacia delante. En otros momentos uno se bloquea y se queda paralizado en algún recuerdo o evento pasado traumático. Sentarse en el pasado nos convierte en personas agrias, rencorosas; incapaces de olvidar el daño cometido o la emoción sufrida.
La felicidad es paz, equilibrio interior, estabilidad y madurez; en definitiva, alcanzar la plenitud de alma. Pensar que el equilibrio interior es algo inmóvil, inerte o pasivo es un error, ya que es un proceso lento pero dinámico. El equilibrio es, por tanto, aprender a mantener cierta paz interior, ecuanimidad y armonía a pesar de los mil avatares de la vida. Cuando uno supera los síntomas de tristeza, sufrimiento y dolor, sale fortalecido. El dolor es por tanto escuela de fortaleza. Cuando ese torrente que emana del sufrimiento es aceptado de manera “sana”, uno adquiere un dominio interior importante y fundamental para la vida.
Tras el golpe, hay que retomar la riendas de la propia vida para alcanzar el proyecto de vida que uno se tenga trazado. Ser señores de nuestra historia personal. Lo sencillo es actuar en las distancias cortas, lo complejo es diseñar la vida para las distancias largas. Quien no tiene ese proyecto, quien no conoce en qué se quiere convertir, no puede ser feliz.
El sufrimiento tiene un sentido. La sociedad actual huye de él y cuando uno se topa con él, surgen las preguntas “¿me lo merezco?; ¿se debe a mis errores del pasado?, ¿por qué lo permite Dios?”.
1-El dolor posee un valor humano y espiritual. Puede elevarnos y hacernos mejores personas. ¡Cuántas personas conocemos que tras un revés en la vida han sido capaces de enderezar su vida y buscar alternativas que han agradecido a posteriori! No es raro encontrar personas que tras una vida superficial y conformista han sido transformados tras un golpe duro en sus vidas.
2. El sufrimiento enriquece la inteligencia ya que nos ayuda a reflexionar, a llegar al fondo de muchas cuestiones que nunca nos habríamos planteado. El dolor cuando aparece, nos traslada a clarificar el sentido de nuestra vida; de nuestras convicciones  más profundas. Las máscaras y apariencias se diluyen y surge el yo que de verdad somos. El filósofo francés Gustav Thibon decía que “cuando el hombre está enfermo (sufre), si no está esencialmente rebelado, se da cuenta de que cuando estaba sano había descuidado muchas cosas esenciales; que había preferido lo accesorio a lo esencial”.
3. El dolor ayuda a aceptar las propias limitaciones. Nos convertimos en seres más vulnerables y caemos del pedestal al que nos habíamos o nos habían colocado. Hay que bajar la cabeza y reconocer que necesitamos ayuda, que necesitamos el cariño o apoyo de otros; que solos no podemos. Surge el pedir ayuda o consuelo y este puede ser el primer paso hacia la sencillez y descomplicación. De ahí se abren caminos hacia el amor hacia otros, la solidaridad y la empatía.
4. Tras una etapa de sufrimiento, uno se acerca al alma de otras personas. Empatiza, entiende mejor a los que les rodean siendo capaz de ponerse en el lugar de otro, para comprenderlos  y aceptarlos como son. El sufrimiento, por tanto, transforma el corazón. Cuando alguien se siente amado, su vida cambia, se ilumina y transmite esa luz. El amor auténtico se potencia con el dolor sanamente aceptado que nos libera del egoísmo. Quien gana en empatía, es más amable (se deja amar) y convierte su hábitat en un lugar más acogedor para vivir.
5. El sufrimiento puede ser la vía de entrada a la felicidad si uno muestra voluntad de conseguirlo y posee las herramientas para ello. El dolor conduce a la verdadera madurez de la personalidad; a la entrega a los demás y a un mayor conocimiento de uno mismo.
Termino con unos versos del poeta argentino Pedro Bonifacio Palacios,
“No te des por vencido, ni aun vencido,
No te sientas esclavo, ni aun esclavo”

sábado, 4 de noviembre de 2017

Todos los Santos: “La verdadera felicidad es estar con el Señor”

Palabras del Papa antes del Angelus, Fiesta de Todos los Santos 2017. Ciudad del Vaticano, 1 noviembre 2017

Queridos hermanos y hermanas, buenos días y buena fiesta!
        La solemnidad de Todos los Santos y “nuestra” fiesta: no porque seamos “buenos” sino porque la santidad de Dios ha tocado nuestra vida.
        Los santos no son perfectos modelos, sino personas traspasadas por Dios. Podemos compararlas con las vidrieras de las iglesias, que hacen pasar la luz de diferentes tonalidades de colores. Los santos son nuestros hermanos y hermanas que han acogido la luz de Dios en sus corazones y que la han transmitido al mundo, cada uno según su “tonalidad”. Pero todos han sido transparentes, han luchado para quitar las manchas y las oscuridades del pecado, para así poder hacer pasar la delicada luz de Dios. Esta es la finalidad de la vida: dejar pasar la luz de Dios y es también la finalidad de nuestra vida.
        En efecto, hoy, en el Evangelio, Jesús se dirige a los suyos, a todos nosotros, diciéndonos “felices” (Mt 5, 3). Es la palabra con la cual comienza su predicación, que es “evangelio”, buena nueva, porque es el camino de la felicidad. Quien está con Jesús es bienaventurado, es feliz. La felicidad no consiste en tener algo o ser alguien, no, la verdadera felicidad es la de estar con el Señor y de vivir por amor. ¿Creéis esto?.
        La verdadera felicidad no consiste en tener algo o de convertirse en alguien, la verdadera felicidad es estar con el Señor y vivir por amor. ¿Creéis esto?. Debemos progresar para creer esto.
        Entonces, los ingredientes para una vida feliz se llaman bienaventuranzas: son bienaventurados los sencillos, los humildes que dejan lugar a Dios, que saben llorar por los otros y por sus propios errores, permaneciendo ambles, luchan por la justicia, son misericordiosos con todos, mantienen la pureza de corazón, trabajan siempre por la paz y permanecen alegres, no odian, y, cuando sufren, responden al mal con el bien.
        Estas son las bienaventuranzas. No piden gestos llamativos, no son para los superhombres, sino para que vivan las pruebas y las fatigas de cada día. Los santos son así: respiran como todo el mundo el aire contaminado del mal que hay en el mundo, pero en el camino, no pierden, no pierden nunca de vista el recorrido de Jesús indicado por las bienaventuranzas, que son como el mapa de la vida cristiana. Hoy, es la fiesta de aquellos que han logrado el objetivo indicado en este mapa: no solamente los santos del calendario, sino tantos hermanos y hermanas “de la puerta de al lado”, que hemos podido encontrar y conocer. Hoy es una fiesta de familia, de tantas personas sencillas, ocultas que, en realidad, ayudan a Dios a hacer avanzar el mundo. Y hay tantos hoy! Hay tantos! Gracias a tantos hermanos y hermanas desconocidos que ayudan a Dios a hacer avanzar el mundo, que viven en medio de nosotros: saludemos a todos con grandes aplausos!.
        Ante todo, me gustaría decir la primera bienaventuranza, es la de los “pobres de corazón” (Mt 5,3). Qué significa esto? Que no viven para el éxito, el poder ni el dinero. Saben que los que acumulan tesoros para sí no se enriquecen delante de Dios (Cf. Lc 12,21): al contrario, creen que el Señor es el tesoro de la vida, el amor al prójimo la única fuente verdadera de ganancia. A veces estamos descontentos por el hecho de que nos falta algo o estamos preocupados sino estamos considerados como nos gustaría. Recordemos que nuestra dicha no está en esto, sino en el Señor y en su amor: solo con él, amando podemos vivir felices.
        Por último, querría citar otra bienaventuranza, que no se encuentra en el Evangelio, sino al final de la Biblia, y que habla del término de la vida: “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor” (Ap. 14,13). Mañana, estaremos llamados a acompañar a nuestros difuntos con nuestra oración para que puedan disfrutar del Señor para siempre. Recordemos con gratitud a los que nos son queridos y oremos por ellos.
        Que la Madre de Dios, Reina de los Santos y Puerta del Cielo, interceda por nuestro camino de santidad y por aquellos que nos son queridos que nos han precedido y han partido hacia la Patria Celeste.

El complejo tema de la muerte encefálica.

 Las discusiones sobre la muerte encefálica (o muerte cerebral, aunque no todos la entienden como idéntica a la muerte encefálica) muestran que estamos ante un tema complejo. Porque, en el corazón de esas discusiones, se cruzan varios problemas y perspectivas. ¿Cuáles? 
        Sin pretender mencionar los muchos aspectos de la cuestión, nos fijamos en los siguientes: ¿cómo entender la muerte, especialmente con ayuda de la filosofía? ¿En qué medida la tecnificación de la medicina y sus costos han cambiado el panorama? ¿Cómo influye, a la hora de determinar si alguien está muerto, el interés de aprovechar sus órganos para un eventual transplante? ¿Cómo establecer parámetros médicos adecuados que sirvan para constatar si se ha dado efectivamente la muerte de un ser humano en un contexto tecnológico como el de muchos hospitales? 
        En cierto sentido, las preguntas apenas mencionadas se relacionan entre sí. Según cómo se defina filosóficamente la muerte se propondrá un modo de constatarla técnicamente, unas líneas guía sobre cuándo y cómo usar y no usar aparatos de reanimación y otros tratamientos, y unas posibilidades respecto de la extracción y transplante de órganos. 
        Empecemos por el primer tema: ¿cómo definir la muerte? No resulta fácil encontrar una buena definición para un hecho que constatamos con frecuencia y que forma parte ineliminable de la existencia humana. Como punto de partida, reconocemos que sólo hay muerte si antes ha habido vida, y la noción de vida también es difícil de aferrar. 
        Si acudimos a la filosofía, morir implica un cambio profundo, sustancial, por el que un ser viviente deja de serlo y se convierte en una realidad no viviente. La definición deja aspectos en el aire, pues al morir un ser viviente siguen presentes en su cuerpo otras formas de vida: algunas células siguen activas, además de que “aparecen” microorganismos que empiezan a desarrollar un trabajo frenético. A pesar de lo anterior, notamos como característica de la muerte el hecho de perder un nivel de unidad biológica funcional que se daba anteriormente y que deja de darse, y que impide la realización autoregulada de actividades básicas, como las propias de la nutrición. 
        Podemos, entonces, indicar que la muerte consiste en la pérdida de la vida de un ser de nuestro mundo. Otra definición filosófica, que tiene dos importantes aladides, Platón y Aristóteles, nos dice que morir es perder el alma. Un cordero vive mientras tiene alma. ¿Cuándo se pierde el alma? Cuando el organismo queda tan dañado que desaparece en él la coordinación necesaria para que se dé un determinado tipo de alma que lo mantenga en vida. 
        Este tipo de definiciones parecen complejas, pero pueden simplificarse si decimos que morir es dejar de ser un viviente de una especie concreta. Dejar de vivir como hombre, o como ciervo, o como abeja, o como caracol. 
        Respecto de los seres humanos, morir es perder la propia existencia biológica; o, si se acoge una idea clásica, morir consiste en la separación entre el alma y el cuerpo. No es el momento para detenernos a explicar lo que sea el alma humana, pues necesitaríamos para ello una elaboración articulada y compleja. Simplemente nos situamos en la perspectiva según la cual la muerte implica el final de la existencia terrena de un ser humano, pero no su total aniquilación, pues el alma pervive tras la muerte, por tratarse de un alma espiritual. 
        La muerte de cada hombre, de cada mujer, tiene un carácter único, precisamente porque el ser humano posee una naturaleza especial, un modo de existir que lo sitúa en un lugar inigualable entre los demás seres vivos que conocemos en el planeta. Ello explica por qué ofrecemos tantas atenciones a varios niveles (médico, psicológico, espiritual) a cada uno, sobre todo cuando se acerca ese momento inexorable de su muerte. 
        Entramos así al segundo aspecto de nuestro tema: la tecnificación de la medicina. Con los progresos de la ciencia y de la técnica, muchas situaciones que en el pasado llevaban inexorablemente y con bastante rapidez hacia la muerte pueden ser superadas, al permitir curar a las personas, o al mantenerlas en vida durante semanas, meses e incluso años, a pesar de seguir dañadas por algunas enfermedades de gravedad. 
        La enumeración de tales progresos podría ser larguísima. Sería suficiente recordar las mejoras en la higiene (algo que falta todavía hoy en no pocos lugares del planeta), las vacunas, la respiración artificial, las transfusiones de sangre, los antibióticos, la diálisis, la microcirugía, los transplantes de tejidos y órganos, el uso de antidoloríficos y calmantes, etc. 
        Algunas personas necesitan, por la situación en la que se encuentran, la ayuda de una o varias de las nuevas tecnologías médicas, a veces con gastos sumamente elevados. Basta con visitar la zona de reanimación de algunos hospitales para percibir la complejidad de los aparatos empleados, que en ocasiones son producidos a precios muy altos, y cuyo mantenimiento y uso también es costoso. 
        Los beneficios de estos progresos están a la vista. Millones de personas, que hace un siglo habrían muerto en su infancia o juventud, pueden llegar a vivir más allá de los 70 años, en condiciones de vida bastante aceptables. Al mismo tiempo, no podemos olvidarlo, otros millones de personas están privadas del acceso a esos progresos, incluso a curas básicas, por falta de recursos propios y/o públicos, lo cual explica la poca esperanza de vida de la población en algunas regiones de nuestra tierra. 
        Aquí hemos de señalar una situación nueva para las familias y las sociedades. En los países con una asistencia médica más avanzada, resulta posible prolongar el tiempo de vida, con el uso de aparatos más o menos sofisticados, de personas que han sufrido graves daños y a las que resulta muy difícil devolver a condiciones de vida más o menos autónoma. 
        Un caso paradigmático es el de quienes viven durante años en estado vegetativo. Otro es el de quienes pueden sobrevivir sólo con la ayuda de aparatos muy costosos, por ejemplo con un pulmón de acero. El caso de la española Olga Bejano Domínguez resulta ser, en ese sentido, paradigmático. 
        Este tipo de situaciones no sólo crea un aumento de gastos, que alguien debe pagar (el mismo enfermo, sus familiares y conocidos, las compañías aseguradoras, el Estado), sino que también lleva a algunas personas, movidos por una errónea idea de compasión, a desear que el enfermo deje de sufrir, lo cual sería posible adelantando su muerte. Es decir, se hacen presentes propuestas de eutanasia en sus diversas formas, con las que, algunos dicen, se abreviarían dolores y gastos al provocar la muerte de un ser humano situado en condiciones que muchos califican como de baja “calidad de vida”. 
        No nos detenemos en elaborar un juicio sobre la eutanasia y sobre la necesidad de distinguir entre tratamientos proporcionados y ensañamiento (encarnizamiento) terapéutico. Basta con recordar lo ya explicado en un documento publicado por la Congregación para la doctrina de la fe en 1980 con el título “Iura et bona” para un buen enjuiciamiento ético sobre esta temática. 
        Pasamos así al tercer aspecto: los transplantes de tejidos y órganos. Es un tema relativamente nuevo y que ha abierto fronteras prometedoras gracias a los enormes progresos de la medicina que acabamos de recordar. Con un mejor conocimiento del organismo humano y con medicinas e instrumentos cada vez más sofisticados, es posible ofrecer a miles de personas tejidos y órganos con los que mejorar su salud y prolongar el tiempo de su existencia terrena. 
        No es el caso explicar los diversos aspectos médicos que giran en torno a los transplantes, sobre todo respecto de la calidad del órgano transplantado y de su compatibilidad en quien lo recibe. Es obvio que un órgano que va a ser transplantado podrá ayudar eficazmente a un receptor si tal órgano es obtenido en las mejores condiciones posibles. 
        En vistas a esas condiciones optimales, se comprende que extraer órganos de personas fallecidas en el sentido clásico del término (después de la cesación de toda actividad respiratoria y cardíaca) no resulte especialmente eficaz, pues algunos órganos candidatos a ser transplantados quedan dañados en mayor o menor medida por la falta de irrigación sanguínea y los demás procesos que siguen a la muerte. 
        Por lo mismo, un donante será más “adecuado” si ofrece un órgano en condiciones de salud (como ocurre cuando una persona sana cede un riñón a otro), en condiciones de falta de salud pero con el apoyo de aparatos que mantienen ciertas funciones básicas (nutrición, respiración, circulación sanguínea), o en una situación de muerte encefálica (sobre la que hablaremos un poco más adelante). Igualmente, reducir al máximo el tiempo que pasa entre la muerte del donante, la extracción del órgano y su transplante en el receptor resulta clave para que todo el proceso obtenga beneficios aceptables. 
        La reflexión ética sobre el tema de los transplantes no puede dejar de lado una serie de preguntas: ¿existe una obligación de donar órganos a quienes no pueden vivir sin un transplante? ¿Puede el donante poner en peligro su salud desde la pérdida de una parte de sí mismo? ¿Qué tipo de costos hay en los transplantes y quiénes los deben pagar? ¿Cuándo un transplante implica más daños que beneficios en quien lo recibe? ¿Con qué criterios seleccionar a varios pacientes que recibirían sin grandes problemas de rechazo un único órgano disponible? 
        Por lo que respecta a transplantes desde un cadáver, la pregunta central es: ¿con qué criterios tener certeza de que el cuerpo del donante ya pertenece a un ser humano fallecido? En otras palabras, ¿cómo constatar con seguridad que la muerte ha tenido lugar y que ya sería lícito extraer los órganos de este cadáver? ¿Y qué sistemas de reanimación pueden usarse sobre un cadáver con el fin de conservar de la mejor manera posible sus órganos en vistas a un eventual transplante? 
        Con esta última pregunta tocamos el cuarto aspecto que habíamos señalado al principio, y lo hacemos precisamente desde el tema de los transplantes de órganos. Al hacerlo así evocamos la situación histórica en la que se elaboró una de las primeras definiciones de muerte cerebral: una comisión en Harvard, el año 1968, que tenía entre sus objetivos determinar los parámetros que permiten tener certeza de estar ante un cadáver para facilitar la extracción de sus órganos. Con esos parámetros, se pensó, sería posible dejar de “mantener” artificialmente (con aparatos costosos, no lo olvidemos) a aquellos cuerpos de personas fallecidas pero que conservaban funciones vitales gracias a la técnica; por otro, habría seguridad de que la extracción de los órganos de esos cuerpos mantenidos artificialmente en condiciones “vitales” no provocaba su muerte, pues ya estarían muertos... 
        El informe de Harvard de 1968 establecía una serie de parámetros desde los cuales se podría constatar que el cerebro había dejado de coordinar y mantener la unidad del organismo, por lo que uno estaría muerto a pesar de las apariencias de vitalidad que serían simplemente el resultado del uso de los modernos aparatos de reanimación y sustentamiento. 
        Hay que constatar que existen en el mercado diversas teorías sobre cuáles sean los parámetros para constatar la muerte cerebral, mientras que otros prefieren hablar, de un modo más preciso, sobre muerte encefálica. Igualmente, no todos concuerdan a la hora de indicar qué partes del encéfalo habría que considerar para ver si uno está o no está muerto. Algunos, por ejemplo, suponen que habría muerte cuando está dañada la parte cortical del cerebro. Otros, en cambio, consideran que sólo hay muerte cuando están dañadas de modo irreversible todas las partes del encéfalo, es decir: el cerebro, el cerebelo y el tronco-encéfalo. 
        El panorama se hace más complejo si recordamos que un filósofo como Hans Jonas consideró éticamente incorrecto usar la idea de muerte cerebral para extraer órganos de un cuerpo humano mientras seguía unido a los aparatos que lo mantenían con ciertas funciones “vitales”. Según este autor, la muerte no es algo que puede ser identificado con un momento concreto ni desde señales de daño cerebral irreversible, sino un proceso. Según Jonas, sólo sería lícito extraer órganos en aquellos cuerpos que hubieran sido desconectados de los aparatos que los mantenían en una forzada “reanimación”, cuando ya fuera evidente que no tenían ninguna actividad cardíaca ni respiratoria autónomas. 
        Hay autores de ámbito católico, como Josef Seifert y Robert Spaemann, que también se han opuesto al uso de la idea de muerte cerebral para permitir la extracción de órganos vitales de un cuerpo cuya muerte no habría sido constatada con la suficiente certeza a través del uso de parámetros inseguros, insuficientes o mal utilizados, como el de la muerte cerebral. 
        Otros autores, también de ámbito católico, como el cardenal Elio Sgreccia, se muestran más abiertos a un uso éticamente correcto de la constatación de la muerte desde el criterio neurológico (muerte encefálica); es decir, desde una serie de parámetros que indican la pérdida de la unidad mínima necesaria para que un organismo esté dotado de vida autónoma. Tales parámetros, si determinan que ha habido una cesación irreversible de todas las funciones encefálicas, serían suficientes para estar seguros de que estamos ante un cadáver. 
        Como se ve, estamos ante un tema complejo y con muchas perspectivas. Hay, sin embargo, algunos criterios fundamentales que no pueden ser dejados de lado, y que por desgracia no son compartidos por quienes abordan estas temáticas. Tales criterios son: hay que respetar siempre a la persona humana; hay que ayudarla a conservar su vida en la medida de lo posible y sin menoscabo del respeto a otros; hay que promover todo aquello que tutele la salud y que permita una atención adecuada a las personas enfermas; hay que evitar toda intervención excesiva y desproporcionada cuando ya no es posible restablecer la salud y cuando hay graves inconvenientes de tipo humano, familiar y social; nunca será lícito extraer órganos u otras partes del cuerpo de un ser humano en aparente muerte encefálica si no existe la certeza suficiente de que ya ha fallecido, como tampoco es lícito provocar tal muerte por falsa compasión o para utilizar partes del cadáver. 
        Son criterios generales, pero que suponen admitir una verdad que ha sido mencionada anteriormente: todo ser humano, por su condición espiritual, goza de unos derechos intrínsecos, entre los que se encuentra el derecho a la vida y al cuidado de su salud, desde su concepción hasta que se produce su muerte.

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