Un pequeño video hace idea de cómo fueron aquellos momentos. Ahora resultarán actuales para tantos niños y niñas que van a hacer su Primera Comunión.
Andrés: Querido Papa, ¿qué recuerdo tienes del día de tu primera
Comunión?
Ante todo, quisiera dar las
gracias por esta fiesta de fe que me ofrecéis, por vuestra presencia y vuestra
alegría. Saludo y agradezco el abrazo que algunos de vosotros me han dado, un
abrazo que simbólicamente vale para todos vosotros, naturalmente. En cuanto a
la pregunta, recuerdo bien el día de mi primera Comunión. Fue un hermoso
domingo de marzo de 1936; o sea, hace 69 años. Era un día de sol; era muy bella
la iglesia y la música; eran muchas las cosas hermosas y aún las recuerdo.
Éramos unos treinta niños y niñas de nuestra pequeña localidad, que apenas
tenía 500 habitantes. Pero en el centro de mis recuerdos alegres y hermosos,
está este pensamiento -el mismo que ha dicho ya vuestro portavoz-: comprendí
que Jesús entraba en mi corazón, que me visitaba precisamente a mí. Y, junto
con Jesús, Dios mismo estaba conmigo. Y que era un don de amor que realmente
valía mucho más que todo lo que se podía recibir en la vida; así me sentí
realmente feliz, porque Jesús había venido a mí. Y comprendí que entonces
comenzaba una nueva etapa de mi vida —tenía 9 años— y que era importante
permanecer fiel a ese encuentro, a esa Comunión. Prometí al Señor:
"Quisiera estar siempre contigo" en la medida de lo posible, y le pedí:
"Pero, sobre todo, está tú siempre conmigo". Y así he ido adelante
por la vida. Gracias a Dios, el Señor me ha llevado siempre de la mano y me ha
guiado incluso en situaciones difíciles. Así, esa alegría de la primera
Comunión fue el inicio de un camino recorrido juntos. Espero que, también para
todos vosotros, la primera Comunión, que habéis recibido en este Año de la
Eucaristía, sea el inicio de una amistad con Jesús para toda la vida. El inicio
de un camino juntos, porque yendo con Jesús vamos bien, y nuestra vida es
buena.
Livia: Santo Padre, el día anterior a mi primera Comunión me confesé.
Luego, me he confesado otras veces. Pero quisiera preguntarte: ¿debo confesarme
todas las veces que recibo la Comunión? ¿Incluso cuando he cometido los mismos
pecados? Porque me doy cuenta de que son siempre los mismos.
Diría dos cosas: la primera,
naturalmente, es que no debes confesarte siempre antes de la Comunión, si no
has cometido pecados tan graves que necesiten confesión. Por tanto, no es
necesario confesarse antes de cada Comunión eucarística. Este es el primer
punto. Sólo es necesario en el caso de que hayas cometido un pecado realmente
grave, cuando hayas ofendido profundamente a Jesús, de modo que la amistad se
haya roto y debas comenzar de nuevo. Sólo en este caso, cuando se está en
pecado "mortal", es decir, grave, es necesario confesarse antes de la
Comunión. Este es el primer punto. El segundo: aunque, como he dicho, no sea
necesario confesarse antes de cada Comunión, es muy útil confesarse con cierta
frecuencia. Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero
limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana,
aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para
recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula.
Algo semejante vale también para
el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al
final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo
esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma,
que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una
conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente
y como persona humana. Resumiendo, dos cosas: sólo es necesario confesarse en
caso de pecado grave, pero es muy útil confesarse regularmente para mantener la
limpieza, la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida.
Andrés: Mi catequista, al prepararme para el día de mi primera
Comunión, me dijo que Jesús está presente en la Eucaristía. Pero ¿cómo? Yo no
lo veo.
Sí, no lo vemos, pero hay muchas
cosas que no vemos y que existen y son esenciales. Por ejemplo, no vemos
nuestra razón; y, sin embargo, tenemos la razón. No vemos nuestra inteligencia,
y la tenemos. En una palabra, no vemos nuestra alma y, sin embargo, existe y
vemos sus efectos, porque podemos hablar, pensar, decidir, etc. Así tampoco
vemos, por ejemplo, la corriente eléctrica y, sin embargo, vemos que existe,
vemos cómo funciona este micrófono; vemos las luces.
En una palabra, precisamente las
cosas más profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo, no las vemos,
pero podemos ver, sentir sus efectos. No vemos la electricidad, la corriente,
pero vemos la luz. Y así sucesivamente. Del mismo modo, tampoco vemos con
nuestros ojos al Señor resucitado, pero vemos que donde está Jesús los hombres
cambian, se hacen mejores. Se crea mayor capacidad de paz, de reconciliación,
etc. Por consiguiente, no vemos al Señor mismo, pero vemos sus efectos: así
podemos comprender que Jesús está presente. Como he dicho, precisamente las
cosas invisibles son las más profundas e importantes. Por eso, vayamos al
encuentro de este Señor invisible, pero fuerte, que nos ayuda a vivir bien.
Julia: Santidad, todos nos dicen que es importante ir a misa el
domingo. Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no
nos acompañan porque el domingo duermen. El papá y la mamá de un amigo mío
trabajan en un comercio, y nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad a
visitar a nuestros abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que entiendan que
es importante que vayamos juntos a misa todos los domingos?
Creo que sí, naturalmente con
gran amor, con gran respeto por los padres que, ciertamente, tienen muchas
cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto y el amor de una hija, se puede
decir: querida mamá, querido papá, sería muy importante para todos nosotros,
también para ti, encontrarnos con Jesús. Esto nos enriquece, trae un elemento
importante a nuestra vida. Juntos podemos encontrar un poco de tiempo, podemos
encontrar una posibilidad. Quizá también donde vive la abuela se pueda
encontrar esta posibilidad. En una palabra, con gran amor y respeto, a los
padres les diría: "Comprended que esto no sólo es importante para mí, que
no lo dicen sólo los catequistas; es importante para todos nosotros; y será una
luz del domingo para toda nuestra familia".
Alejandro: ¿Para qué sirve, en la vida de todos los días, ir a la santa
misa y recibir la Comunión?
Sirve para hallar el centro de la
vida. La vivimos en medio de muchas cosas. Y las personas que no van a la
iglesia no saben que les falta precisamente Jesús. Pero sienten que les falta
algo en su vida. Si Dios está ausente en mi vida, si Jesús está ausente en mi
vida, me falta una orientación, me falta una amistad esencial, me falta también
una alegría que es importante para la vida. Me falta también la fuerza para
crecer como hombre, para superar mis vicios y madurar humanamente. Por
consiguiente, no vemos enseguida el efecto de estar con Jesús cuando vamos a
recibir la Comunión; se ve con el tiempo. Del mismo modo que a lo largo de las
semanas, de los años, se siente cada vez más la ausencia de Dios, la ausencia
de Jesús. Es una laguna fundamental y destructora. Ahora podría hablar
fácilmente de los países donde el ateísmo ha gobernado durante muchos años; se
han destruido las almas, y también la tierra; y así podemos ver que es
importante, más aún, fundamental, alimentarse de Jesús en la Comunión. Es él
quien nos da la luz, quien nos orienta en nuestra vida, quien nos da la
orientación que necesitamos.
Ana: Querido Papa, ¿nos puedes explicar qué quería decir Jesús cuando
dijo a la gente que lo seguía: "Yo soy el pan de vida"?
En este caso, quizá debemos
aclarar ante todo qué es el pan. Hoy nuestra comida es refinada, con gran
diversidad de alimentos, pero en las situaciones más simples el pan es el
fundamento de la alimentación, y si Jesús se llama el pan de vida, el pan es,
digamos, la sigla, un resumen de todo el alimento. Y como necesitamos alimentar
nuestro cuerpo para vivir, así también nuestro espíritu, nuestra alma, nuestra
voluntad necesita alimentarse. Nosotros, como personas humanas, no sólo tenemos
un cuerpo sino también un alma; somos personas que pensamos, con una voluntad,
una inteligencia, y debemos alimentar también el espíritu, el alma, para que
pueda madurar, para que pueda llegar realmente a su plenitud. Así pues, si
Jesús dice "yo soy el pan de vida", quiere decir que Jesús mismo es
este alimento de nuestra alma, del hombre interior, que necesitamos, porque
también el alma debe alimentarse. Y no bastan las cosas técnicas, aunque sean
importantes.
Necesitamos precisamente esta
amistad con Dios, que nos ayuda a tomar las decisiones correctas. Necesitamos
madurar humanamente. En otras palabras, Jesús nos alimenta para llegar a ser
realmente personas maduras y para que nuestra vida sea buena.
Adriano: Santo Padre, nos han dicho que hoy haremos adoración
eucarística. ¿Qué es? ¿Cómo se hace? ¿Puedes explicárnoslo? Gracias.
Bueno, ¿qué es la adoración
eucarística?, ¿cómo se hace? Lo veremos enseguida, porque todo está bien
preparado: rezaremos oraciones, entonaremos cantos, nos pondremos de rodillas,
y así estaremos delante de Jesús. Pero, naturalmente, tu pregunta exige una
respuesta más profunda: no sólo cómo se hace, sino también qué es la adoración.
Diría que la adoración es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala
el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el
camino indicado por él, sólo si sigo el camino que él me señala. Así pues,
adorar es decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera
perder jamás esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir
que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo:
"Yo soy tuyo y te pido que tú también estés siempre conmigo".
[Al final del encuentro, que culminó con la adoración de la Eucaristía,
el Papa dirigió estas palabras]
Queridos niños y niñas, hermanos
y hermanas, al final de este hermosísimo encuentro, sólo quiero deciros una
palabra: ¡Gracias!
Gracias por esta fiesta de fe.
Gracias por este encuentro entre
nosotros y con Jesús.
Y gracias, naturalmente, a todos
los que han hecho posible esta fiesta: a los catequistas, a los sacerdotes, a
las religiosas; a todos vosotros.
Repito al final las palabras que
decimos cada día al inicio de la liturgia: "La paz esté con
vosotros", es decir, el Señor esté con vosotros; la alegría esté con
vosotros; y que así la vida sea feliz.
¡Feliz domingo! ¡Buenas noches!;
hasta la vista, todos juntos con el Señor.
¡Muchas gracias!
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