(Párrafos de Conciencia y Verdad, Cardenal J. Ratzinger)
“Hemos recibido interiormente una capacidad originaria y la prontitud para cumplir todos los mandamientos divinos... Ellos no son algo que se nos impone desde el exterior” (San Basilio). Es la misma idea expuesta a este propósito por san Agustín, que la reduce a su núcleo esencial: “En nuestros juicios no sería posible decir que una cosa es mejor que otra, si no estuviese impreso en nosotros un conocimiento fundamental del bien” (De Trinitate VIII, 3, 4; PL 42,949).
Esto significa que el nivel primero, por así decir
ontológico, del fenómeno de la conciencia consiste en que ha sido infundido en
nosotros algo semejante a una memoria original del bien y de la verdad (ambas
realidades coinciden); en que existe una tendencia íntima del ser del hombre,
hecho a imagen de Dios, hacia cuanto es conforme con Dios. Desde su raíz, el
ser del hombre advierte una armonía con ciertas cosas y se encuentra en
contradicción con otras. Esta anámnesis del origen, derivada del hecho de que
nuestro ser está constituido a semejanza de Dios, no es un saber ya articulado
conceptualmente, un cofre de contenidos que sólo esperarían ser sacados. es,
por así decirlo, un sentido interior, una capacidad de reconocimiento, de modo
que el que se siente interpelado, si no está interiormente replegado sobre sí
mismo, es capaz de reconocer en sí su eco. Se percata de ello: “A esto me
inclina mi naturaleza y es lo que busca”.
En esta anámnesis del Creador, que se identifica con el
fundamento mismo de nuestra existencia, se basa la posibilidad y el derecho de
la misión. El evangelio se puede, se debe, predicar a los gentiles, porque
ellos mismos, en lo íntimo de sí lo esperan (cf Is 42,4). En efecto, la misión
se justifica si los destinatarios, en el encuentro con la palabra del
evangelio, reconocen: “Esto es justamente lo que esperaba”. En este sentido
puede decir Pablo que los paganos son ley para sí mismos; no en el sentido de
la idea moderna y liberal de autonomía, que excluye toda trascendencia del
sujeto, sino en el sentido mucho más profundo de que nada me pertenece menos
que mi yo mismo, que mi yo personal es el lugar más profundo de la superación de
mí mismo y del contacto de aquello de lo que provengo y hacia lo cual estoy
dirigido. (...)
Tomemos en consideración de nuevo una idea de san
Basilio: el amor de Dios, que se concreta en los mandamientos, no nos es
impuesto desde el exterior -subraya este Padre de la Iglesia-, sino que es
infundido en nosotros precedentemente. El sentido del bien ha sido impreso en
nosotros, declara san Agustín. (...)
El
Papa no puede imponer a los fieles mandamientos sólo porque él lo quiera o lo
estime útil. Semejante concepción moderna y voluntarista de la autoridad
únicamente puede deformar el auténtico significado teológico del papado. Por
eso la verdadera naturaleza del ministerio de Pedro se ha vuelto del todo
incomprensible en la época moderna precisamente porque en este horizonte mental
sólo se puede pensar la autoridad con categorías que no permiten establecer
ningún puente entre sujeto y objeto. Por tanto, todo lo que no proviene del
sujeto sólo puede ser una determinación impuesta desde fuera.
En cambio
las cosas se presentan del todo diferentes partiendo de una antropología de la
conciencia, tal como hemos intentado perfilarlo poco a poco en estas
reflexiones. La anámnesis infundida en nuestro ser tiene necesidad, por así
decirlo, de una ayuda del exterior para ser consciente de sí. pero este “desde
el exterior” no es en absoluto algo opuesto, sino más bien algo ordenado a
ella; tiene una función mayéutica; no lo impone nadie desde fuera, sino que
lleva a su cumplimiento cuanto es propio de la anámnesis, a saber su apertura
interior específica a la verdad. (...) En contraste con la pretensión de los
doctores gnósticos, que querían convencer a los fieles de que su fe ingenua
debería comprenderse y aplicarse de un modo totalmente diverso, Juan podía
afirmar: “Vosotros no tenéis necesidad de semejante instrucción, puesto que
como ungidos (bautizados) conocéis todas las cosas” (Cf 1Jn 2,20.27). Esto no
significa que los creyentes posean una omnisciencia de hecho, indica más bien
la certeza de la memoria cristiana. Ella naturalmente aprende de continuo, pero
a partir de su identidad sacramental, realizando así interiormente un
discernimiento entre lo que es un desarrollo de la memoria y lo que, en cambio,
es su destrucción o falsificación.
Hoy
nosotros, precisamente en la crisis en la crisis actual de la Iglesia, estamos
experimentando de nuevo la fuerza de esta memoria y la verdad de la palabra
apostólica: más que las directrices de la jerarquía es la capacidad de
orientación de la memoria de la fe sencilla lo que lleva al discernimiento de
los espíritus. Sólo en ese contexto se puede comprender correctamente el
primado del Papa y correlación con la conciencia cristiana.
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