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sábado, 30 de diciembre de 2017

El embrión, un tesoro a debate

Por Fernando Pascual

El debate actual sobre la licitud ética del uso de embriones para la investigación refleja aspectos importantes de la mentalidad científica.
        Los investigadores tienen un deseo insaciable de saber. Cuando conquistan una frontera, se plantean en seguida cómo llegar a la siguiente. Cuando curan una enfermedad, buscan en seguida estrategias para curar otras o para “amortiguar”, si eso fuese posible, el mismo proceso natural de envejecimiento que afecta irreversiblemente a todos los seres humanos.
        La investigación médica de vanguardia desea encontrar la solución a muchas enfermedades degenerativas. La investigación con células madre (llamadas también estaminales) ofrece, en ese sentido, grandes esperanzas. Estas células madre pueden proceder de embriones (en sus primeros estadios de desarrollo), o de seres humanos más desarrollados (fetos, niños, adultos). Normalmente es posible obtener células madre embrionarias a partir de la muerte o de la destrucción de los embriones usados en ese tipo de experimentos, a no ser que se desarrollen técnicas más seguras que eviten cualquier daño al embrión del que se tomen tales células.
        La investigación basada en células madre de adultos no plantea en sí graves objeciones éticas. En cambio, se discute ampliamente sobre la licitud ética de recurrir a células madre embrionarias, porque la obtención de tales células implica destruir o dañar a los embriones.
        Algunos defienden, sea a nivel divulgativo, sea a nivel científico, el carácter “subhumano” de esos embriones. Desde 1984 se ha ido difundiendo el término “preembrión” para denominar al embrión en sus primeras fases de vida, dando a entender, con ese término, que estamos ante a una especie de “prehombre”.
        La sociedad puede asustarse si escucha que la investigación destruye seres humanos. La sociedad, sin embargo, queda más tranquila si se les dice que están siendo usados (y destruidos) preembriones en los laboratorios. El estudio publicado a inicios de septiembre de 2007 por la Autoridad Británica para la Fertilización y la Embriología (cuyas siglas en inglés son HFEA) muestra claramente que el “uso” de embriones es aceptado cuando se consigue convencer a la opinión pública del carácter subhumano de tales embriones antes de que lleguen a cumplir 14 días de desarrollo.
        Otro argumento que se esgrime a favor de la investigación sobre embriones es que muchos de ellos están destinados a una muerte inevitable. En las clínicas de reproducción artificial “sobran” embriones. Muchos de sus padres no quieren o no pueden ofrecerles una oportunidad de continuar su existencia como a los demás embriones humanos.
        ¿Por qué no aprovecharlos, si su destino es una muerte segura? Para algunos científicos, son “material biológico” muy interesante: bien usado, servirá para descubrir y mejorar la medicina moderna. Incluso algunos dicen que aprovechar esos embriones es dar un sentido a su muerte, ofrecerles una “dignificación” para que su destrucción inevitable adquiera un valor humanitario al dar esperanzas a tantos enfermos que esperan la ayuda de la ciencia.
        No faltan, sin embargo, científicos, bioeticistas, juristas, pensadores y filósofos que defienden abiertamente que todo embrión es un ser humano desde el momento de la fecundación. Estos autores consideran, por lo tanto, que el embrión debe ser protegido: no es justo destruirlo o dañarlo para permitir el “progreso” científico. Ningún ser humano vale menos que los otros. Ningún ser humano puede ser destruido para el bien de otros seres humanos.
        Los que desean usar embriones atacan a estos autores como poco serios. Piensan que los defensores del embrión usan ideas religiosas o prejuicios anticientíficos. Algunos autores que quieren experimentar con embriones afirman con decisión que los primeros estadios de nuestra vida no fuimos más que un cúmulo desorganizado de células sin ningún valor, y que poco a poco se fue fraguando una estructura más compleja que permitió un día (no se ponen de acuerdo en decir exactamente cuál) el que surgiese un ser humano que empezó entonces a merecer respeto y protección.
        No es difícil dar una respuesta a una discusión tan compleja. Hay muchos intereses de por medio, y quizá este debería ser el primer dato a considerar.
        ¿Qué ganan los que defienden la dignidad (el valor) del embrión? Parece que muy poco. El que nazca un niño, o el que no se destruya un embrión, no produce un gran beneficio a un filósofo o a un científico que defienda a ese embrión.
        ¿Qué ganan, en cambio, los que atacan la dignidad de ese embrión? Un laboratorio podrá ganar mucho, pues así podrá solicitar más fondos para la investigación, será más cotizado en la bolsa, obtendrá fama, quizá patentará algunos nuevos fármacos o incluso (donde no esté prohibido) patentará líneas celulares. Este primer dato es bastante indicativo: el hecho de que la destrucción de embriones beneficie a unos y no a otros explica el interés de algunos en negar el valor de esos embriones y en defender la “licitud” de su destrucción para sus propios intereses “científicos”.
        Pero esto no basta para probar que el embrión merece ser respetado. Los que niegan la identidad humana de los embriones acusan, como ya dijimos, a sus adversarios de no ser científicos, de no ser serios. Podemos preguntarnos: ¿sólo los científicos tienen el monopolio de la verdad a la hora de definir qué significa ser hombre? En un mundo pluralista sería lógico escuchar a todos. Creemos que también una madre y un padre que tienen varios embriones congelados pueden decir si son un simple cúmulo de células o si son sus hijos. Descubrir la relación que existe entre esos embriones y sus padres nos abre a un nuevo horizonte de valores, nos hace entrever que esos embriones son algo más que un “puñado de células”.
        ¿Y si los padres han muerto o rechazan a esos embriones? También hay niños abandonados por sus padres (quizá fallecidos en circunstancias dramáticas) y que son encontrados por otros adultos. En estos casos la sociedad interviene en defensa de los niños abandonados. ¿No podemos sensibilizar a la sociedad para defender a los embriones rechazados, congelados, sometidos a un tratamiento gravemente peligroso para sus vidas?
        Los defensores de la experimentación con embriones no se rinden. Dicen, como ya vimos, que no usar esos embriones provocará un gran retraso para la ciencia, levantará una barrera oscurantista a la legítima autonomía de la investigación.
        Sabemos, sin embargo, que la ciencia debe aceptar límites éticos que no puede superar sin deshumanizarse. Hoy día los ecologistas han logrado que se respete a chimpancés, conejos y ratas de laboratorio, que no se les haga sufrir, incluso en detrimento de la investigación científica. ¿Es que son menos valiosos los seres humanos que los chimpancés? ¿Es que un embrión humano puede ser destruido mientras que nos parece injusto el que los laboratorios destruyeran huevos de pájaros en peligro de extinción?
        La humanidad se encuentra ante un debate de enorme importancia. La defensa de los embriones humanos o su minusvaloración enfrenta dos modos de ver la vida y la muerte, la ciencia y la política, los derechos humanos y la protección que merecen los más débiles. Ya se ha cometido una enorme injusticia con la difusión del aborto. El desprecio hacia los embriones se coloca bajo la misma perspectiva de quienes consideran a algunos seres humanos como menos importantes que otros.
        La defensa de los embriones y, consecuentemente, la lucha por erradicar la injusticia del aborto, son un reto para los hombres de buena voluntad. Esto implicará, desde luego, que algunos científicos no puedan llevar a cabo todos los experimentos que tienen en agenda. Prohibirles investigaciones que conllevan destruir seres humanos no es limitar injustamente su libertad. Es, simplemente, indicarles el camino de una ciencia verdaderamente ética: la que orienta el uso de su saber y del dinero que reciben de la sociedad para defender cualquier vida humana, no para destruir algunas vidas consideradas como “menos humanas”, aunque sea para el beneficio de otras vidas humanas consideradas como superiores. De este modo sus descubrimientos se basarán en el respeto a los más débiles, y podrán construir una ciencia que esté, realmente, al servicio de todos los hombres, sin exclusiones ni discriminaciones de ningún tipo.

Wonder Wheel


Wonder Wheel
  • Drama
  • Público apropiado: Jóvenes
  • Valoración moral: Con inconvenientes
  • Año: 2017
  • Dirección: Woody Allen
Contenidos: Imágenes (algunas X)

Reseña: 

Un relato de pasión, violencia y traición que cuenta la historia de cuatro personajes cuyas vidas se entrelazan en el ajetreo y el bullicio del parque de atracciones de Coney Island en la década de los 50.
Woody Allen en su versión más pesimista de los últimos años. El amor, el matrimonio, los hijos, los sueños artísticos, todo acaba tocado por el infortunio. Tan pronto estamos arriba y la existencia parece un cuento de hadas, como un momento después respiramos a ras de suelo y la frustración reina por doquier. Es la “maravillosa” rueda de la vida. (Decine21: AQUÍ)
Woody Allen –producido esta vez por Amazon– es fiel a su cita anual con sus espectadores, con una película estéticamente brillante –gracias especialmente al iluminador Vittorio Storaro–, dirigida con maestría, pero encallada en un guion que vuelve obsesivamente sobre cuestiones ya abordadas por el director con mejor fortuna que esta vez. Y concretamente nos referimos al tema de la culpabilidad, la culpa sin redención. 
Esta es una preocupación que atraviesa muchas de sus películas, y de la que probablemente Match Point sea uno de los mejores ejemplos. El personaje de Ginny, interpretado asombrosamente por una de las mejores actrices, Kate Winstlet, cree ilusamente que un estival romance playero le va a arrancar de su existencia sórdida y sin horizonte, y por ese sueño es capaz de perder la cabeza y sucumbir a la mezquindad. 
Como casi siempre que Woody Allen afronta un drama moral, la resolución es perpleja, insatisfactoria, demasiado abierta. Y esa posición, aunque no es coincidente, sí es prima hermana del cinismo. En la película hay engaños, manipulaciones, decepciones, injusticias… y poca luz que las compense, a pesar de lo entrañable de los personajes. Una película crepuscular dirigida por un hombre que se acerca al fin del trayecto sin haber encontrado una razón firme para la esperanza. 

jueves, 21 de diciembre de 2017

Wonder

Wonder

  • Drama
  • Público apropiado: Jóvenes
  • Valoración moral: Adecuada
  • Año: 2017
  • País: EE.UU.
  • Dirección: Stephen Chbosky
Contenidos: ---

Reseña: 

August Pullman (Jacob Tremblay) es un niño nacido con malformaciones faciales que, hasta ahora, le han impedido ir a la escuela. Auggie se convierte en el más improbable de los héroes cuando entra en quinto grado del colegio local, con el apoyo de sus padres (Julia Roberts y Owen Wilson). La compasión y la aceptación de sus nuevos compañeros y del resto de la comunidad serán puestos a prueba, pero el extraordinario viaje de Auggie los unirá a todos y demostrará que no puedes camuflarte cuando has nacido para hacer algo grande.
Lograda adaptación de la popular e inspiradora novela de R.J. Palacio. Frente a tanta tonta y frívola película de colegios e institutos, u otros enfoques altamente depresivos –viene a la cabeza la no muy aleccionadora serie televisiva Por trece razones–, Wonder cuenta una historia emotiva y positiva, con personajes y situaciones sólidamente desarrollados, y que sabe sortear en todo momento el riesgo de la ñoñería, lo que no impide que sea una película muy conmovedora.
Impacta la madurez de un niño que sabe lo que es el sufrimiento pero que mantiene su alma infantil, Jacob Tremblay. Y están muy bien presentados los compañeros de clase, con las distintas actitudes, desde el desdén lindante con el bullying puro y duro, hasta la buena acogida con aspectos vergonzantes, pasando por el que tiene valor para hacer lo correcto sin importarle el qué dirán. Destacada la actitud de los padres.

Star Wars. Los últimos Jedi

Star Wars: The Last Jedi
Contenidos: ---

Reseña: 

La saga de Skywalker continúa. Ahora los héroes de El despertar de la fuerza se unen a las leyendas galácticas en una aventura épica que descubre antiguos misterios de la Fuerza y sorprendentes revelaciones del pasado.
La paz está lejos de poder darse por sentada en la galaxia, más bien ocurre todo lo contrario. La Primera Orden, sucesora del denostado imperio y encabezada por el Líder Supremo Snoke, pone en peligro los logros alcanzados por la República, se hace necesaria una Resistencia para no sucumbir a los embates de un poder donde domina el lado oscuro de la fuerza, que empieza a ser poderoso en Kylo Ren, el hijo de Han Solo y la general Leia.
El resultado es notable, porque sigue nuevamente la senda marcada por su antecesor, o sea, se pliega en los aspectos conceptuales a la película de 1977 con que empezó todo y sus dos secuelas, con numerosos guiños, ecos y variaciones sobre lo que vimos entonces, y añade al mismo tiempo muchas sorpresas narrativas y elementos novedosos, susceptibles de atraer también a los espectadores más jóvenes.
La esperanza. Las relaciones entre padres e hijos, maestros y discípulos, personas con mando y las que deben obedecer. El espíritu de iniciativa y la disposición a dejarse guiar. La capacidad de rectificar. El reconocimiento de las cualidades ajenas, y también de los defectos. El heroísmo hasta el sacrificio. Son mimbres con los que se componen las aventuras de los personajes y sus desafíos hábilmente, jugando con los ya conocidos, e incorporando otros nuevos.
Hay mucha espectacularidad en las escenas bélicas de combate aéreo de las naves espaciales, y no llegan a cansar, porque visualmente se saben plantear de modo atractivo, con un lienzo amplísisimo y una gran sensación de fisicidad.

jueves, 14 de diciembre de 2017

viernes, 8 de diciembre de 2017

Ideología de género:haciendo creer que la diferencia es sinónimo de discriminación






Escrito por Lucetta Scaraffia. Ponencia en el I Congreso Internacional de Ideología de Género, en la Universidad de Navarra. Se publica la intervención —sobre el contexto histórico-cultural en el que nace la teoría del «gender»— que una de las ponentes invitadas ha sintetizado para L’Osservatore Romano.

* * *

En las últimas décadas del siglo XX hemos asistido en los países occidentales a una revolución conceptual fundada sobre manipulaciones del lenguaje, esto es, la sustitución del concepto de diferencia sexual con el término indeterminado gender. En sustancia, algunos intelectuales y políticos han intentado hacer concreta y compartida la afirmación del famoso libro de Simone de Beauvoir El segundo sexo: «Mujer no se nace, se hace».

      Las razones que han permitido y favorecido la aparición de esta nueva ideología son muchas y de distinta naturaleza. Por un lado, la caída del muro de Berlín, a la que siguió pocos años después la grave recesión económica mundial, pusieron en crisis todos los aparatos ideológicos que habían tejido la vida política: caen de hecho todos los tipos de ideología comunista y socialista, y después también el liberalismo capitalista. En este vacío, la caza de nuevos valores para justificar las opciones políticas ha llevado a una especie de «divinización» de los derechos humanos que, como objetivo que las sociedades se debían plantear, se convirtieron en valores-guía indiscutibles, aunque frecuentemente manipulados, sufriendo una ampliación y una transformación. La utopía de la igualdad, que había animado la lucha política de los siglos XIX y XX, renace en sectores antes marginales, como el feminismo, que se vuelve así una forma ideológica central capaz de llenar el vacío dejado por el fracaso de las ideologías comunistas. Para reforzarse, el feminismo debía constituirse como ideología utópica que se remitía a la utopía de la igualdad y debía tener una confirmación «científica», igual que el comunismo de Marx se había auto-declarado “socialismo científico”.

      La teoría del gender es una ideología de fondo utópico basada en la idea, ya propia de las ideologías socio-comunistas y fracasada míseramente, de que la igualdad constituye el camino real hacia la realización de la felicidad. Negar que la humanidad esté dividida entre hombres y mujeres pareció un modo de garantizar la igualdad más total y absoluta —y por lo tanto posibilidad de felicidad— a todos los seres humanos.

      En el caso de la teoría del gender, el aspecto negativo, constituido por la negación de la diferencia sexual, iba acompañado por un aspecto positivo: la libertad total de elección individual, mito básico de la sociedad moderna que puede llegar incluso a suprimir lo que se consideraba, hasta hace poco tiempo, un dato de constricción natural ineludible. Aquí la teoría del gender comprende un aspecto político (la realización de la igualdad y la posibilidad sin límites de elección individual), un aspecto histórico-social (la justificación a posteriori del final del papel femenino en las sociedades occidentales), y un aspecto filosófico-antropológico más general, esto es, la definición de ser humano y la relación entre este y la naturaleza.

      La ideología del gender es por lo tanto una de las muchas derivas de la utopía de la igualdad. De hecho, escribe Michael Walzer: «de raíz, el significado de la igualdad es negativo»; se orienta a eliminar no todas las diferencias, sino un conjunto particular de diferencias que varía según la época y el lugar.

      La transformación social actual se está moviendo hacia la supresión de todas las diferencias —también de aquella, fundamental en todas las culturas, entre hombres y mujeres— con un ritmo que se ha acelerado cada vez más tras la difusión de los anticonceptivos químicos en los años sesenta. En efecto, la separación entre sexualidad y reproducción permitió a las mujeres adoptar un comportamiento sexual de tipo masculino —que tal vez no se adapta a la naturaleza femenina y por ello probablemente no contribuye a aumentar la felicidad de las mujeres, aunque este es otro tema— y por lo tanto desempeñar papeles masculinos cancelando cualquier obstáculo: aboliendo también la maternidad.

      La separación entre sexualidad y procreación provocó una separación entre procreación y matrimonio, y por lo tanto entre sexualidad y matrimonio: podemos percibir aquí las condiciones para la afirmación de los «derechos» al matrimonio y al hijo presentados por los grupos homosexuales y estrechamente ligados a la idea de gender, esto es, a la negación de la identidad sexual «natural». Como evidenció el filósofo francés Marcel Gauchet, estas transformaciones tienen profundas consecuencias en el plano social: si la sexualidad deja de ser un problema colectivo vinculado a la pervivencia del grupo humano en el tiempo, y se convierte en un asunto privado y expresión de la propia individualidad, se desprende obviamente una crisis de la institución familiar y un cambio del estatuto de la homosexualidad. Mientras que antes era la familia la que producía el hijo como obvia consecuencia de la actividad sexual de los cónyuges, hoy es cada vez más frecuente que el hijo deseado sea el que crea la familia. Y se puede considerar familia aquella de cualquiera que desee un hijo.

      Unos cincuenta años después de que Simone de Beauvoir escribiera esa frase, su idea parecía por fin triunfar. Si las identidades sexuales son sólo construcciones culturales, es posible deconstruirlas, y es lo que se proponen hacer movimientos feministas y homosexuales.

      La clave de la revolución del gender es el lenguaje, como han entendido determinados ordenamientos jurídicos, cambiando por ejemplo algún término —«progenitor» en lugar de «madre» y «padre», «parentalidad» en vez de «familia»— y eliminando así en los documentos a la familia natural. Con otra operación artificiosa se sustituye «sexo» con «sexualidad» y «sexuado» con «sexual» para confirmar que no cuenta la realidad, sino sólo la orientación del deseo. Pero, como recuerda el estudioso Xavier Lacroix, sigue siendo indispensable «reconocer la aportación que lo carnal da a lo simbólico y a lo relacional»: o sea, entender que el anclaje físico de la paternidad en un cuerpo masculino y de la maternidad en un cuerpo femenino constituye un dato de hecho irreducible y estructurante que debe recibirse no sólo como un límite, sino como una fuente de significado. En síntesis, hay que admitir que más allá del espermatozoide o del óvulo hay alguien, mientras que el concepto de homo-parentalidad elimina cualquier legibilidad carnal del origen. Los distintos sistemas de parentesco que existen en el mundo han articulado diversamente lo físico y lo cultural, pero siempre los han articulado, pues el reto central de la familia consiste precisamente en mantener juntos conyugalidad y parentalidad.

      Así que se trata de un verdadero desafío antropológico al fundamento cultural no sólo de nuestra sociedad, sino de todas las sociedades humanas, como demuestra la crítica emprendida por los teóricos del gender (por ejemplo, la filósofa americana Judith Butler) a Lévi-Strauss y a Freud, culpables de haber fundado sus sistemas de pensamiento sobre la diferencia sexual entre mujeres y hombres. Y la demonización de todo tipo de diferencia no sólo se basa en una utopía de igualdad propuesta como camino real hacia la felicidad —una utopía que sin duda tiene sus orígenes precisamente en aquella socialista que mostró sus desastrosas realizaciones en el siglo pasado—, sino que en este caso llega a un resultado extremo del pensamiento deconstruccionista, o sea, a la negación de la existencia de la naturaleza misma. Si cada tipo de diferencia, sancionada por una definición social, se lee como un sistema de poder, tras la estela de Foucault, se puede ver en cada superación de paradigma un momento evolutivo de liberación, según una nueva forma de darwinismo social. Así los modos más difundidos y más fácilmente vivibles de relaciones afectivas y sexuales se consideran como los evolucionados, que por lo tanto deben imponerse; mientras el «hetero-centrismo» se considera como un momento de la historia del desarrollo humano ya inadecuado y que se debe superar.

      La ideología del gender se acogió con entusiasmo sobre todo en las organizaciones internacionales, porque corresponde a la política de ampliación de los derechos individuales. En sustancia significa negar que las diferencias entre mujeres y hombres son naturales, y sostener en cambio que son construidas culturalmente, y que por lo tanto pueden ser modificadas según el deseo individual. La adopción de una «perspectiva de género» fue la línea ideológica que adoptaron algunas de las principales agencias de la ONU y ONGS que se ocupan de control demográfico, con el apoyo de la mayor parte de las feministas de los países occidentales, pero con la oposición de los numerosos grupos de defensa de la maternidad y la familia.

      Más elegante y neutro que «sexo», el término gender no sólo ha entrado en nuestro lenguaje, sino que incluso se usa en la denominación de un filón de investigación académica —los Gender Studies—, frecuentemente con la inconsciencia de su revolucionario significado ideológico-cultural. Sin embargo, como los estudios científicos han demostrado y siguen haciéndolo, hablar de identidad masculina y de identidad femenina tiene sentido sobre todo precisamente desde el punto de vista biológico. Además de infundada, la teoría del gender implica una visión política extremadamente peligrosa, haciendo creer que la diferencia es sinónimo de discriminación. Pero el principio de igualdad no requiere en absoluto fingir que todos son iguales: sólo en la medida en que la existencia de la diferencia se reconozca y se considere efectivamente, se podrá en verdad dar a todos, de igual modo y grado, plena dignidad e igualdad de derechos. Ninguna novedad —que quede claro—. Hace tiempo que el derecho y la filosofía están subrayando que el auténtico significado del principio de igualdad reside no en desconocer las características individuales —fingiendo una homogeneidad que no existe—, sino, al contrario, en dar a todos las mismas oportunidades. El laico Norberto Bobbio afirmaba que los hombres no nacen iguales: es tarea del Estado situarlos en condición de serlo. Como recalcan, entre otros, la Iglesia católica y parte del feminismo, la verdadera igualdad se verifica no sólo cuando sujetos iguales son tratados de modo igual, sino también cuando sujetos distintos son tratados de modo igual. La paridad de sexos no se logra ciertamente haciendo entrar a las mujeres en una categoría abstracta de individuo (categoría que, entre otras cosas, no existe, al estar calibrada sobre el modelo masculino), sino que se alcanza partiendo del presupuesto de que la sociedad está formada por ciudadanos y ciudadanas.

      Con la creación de las utopías de igualdad y de autonomía individual, se han construido ficciones que nos perjudican, pues se fundan en un ideal que presupone independencia, muy lejano de la realidad.

      Es conocida la postura de la Iglesia al respecto, bien clara en la Carta a los obispos sobre la colaboración entre mujeres y hombres del entonces cardenal Ratzinger. Pero es interesante constatar elementos de polémica contra el gender también en muchas feministas que contribuyen a la creación de una opinión pública crítica en cuanto a la introducción de este término en textos públicos y leyes que de ellos se derivan.

¿Qué le pasa a la ONU?

   Por    Stefano Gennarini, J.D       La ONU pierde credibilidad con cada informe que publica. Esta vez, la oficina de derechos humanos de ...