Por Fernando Hurtado, Doctor en Teología
La
luz de la inteligencia, perfeccionada por la sindéresis -hábito de los primeros
principios-, inclina siempre al hombre a juzgar bien, aunque por ser limitado,
puede a veces incurrir en un juicio errado.
Pero, además, el hombre puede no querer
-porque no le interesa- usar de esa luz, y entonces, de algún modo, la
oscurece. Estudiar este punto nos ayuda a prevenir posibles desviaciones y sanarlas
en los demás en la medida en que se
dejen.
La
rectitud de la voluntad es condición para que el juicio de la conciencia sea
habitualmente recto. Lo advierte la Escritura: los hombres malos no
juzgan con juicio; en cambio, quienes buscan al Señor, juzgan acertadamente
(Proverbios, 28, 15).
Las disposiciones del corazón son
decisivas para el conocimiento de la verdad y del respectivo conocimiento
moral. La verdad es el bien de la inteligencia, y la voluntad es la que mueve
al entendimiento a su bien. Todos tenemos experiencia: para conocer las cosas
hace falta un mínimo de voluntad, que se traduce en interés. Nos enteramos
difícilmente de los asuntos que no nos
interesan, y viceversa. Por ejemplo, una madre tiene gran facilidad para
conocer a sus hijos, porque los quiere.
El
influjo de la voluntad en el conocimiento se hace especialmente intenso en el
juicio de conciencia, donde el conocimiento se presenta urgiendo a la acción.
Si la voluntad no es recta, es difícil que se juzgue rectamente del bien
singular, especialmente si la contraría.
Si la voluntad no es recta, el juicio
de la conciencia tiende a oscurecerse. Al obrar voluntariamente el mal, el
hombre violenta su inteligencia, inclinada naturalmente a señalarle la verdad del bien; su voz se le hace
molesta y procurar acallarla, deformándola y llevándola a una progresiva
ceguera. "La conciencia por la costumbre de pecar
llega paulatinamente casi a cegarse" (Concilio Vaticano II, Constitución
Gaudium et Spes, n.16). De todas formas, la voluntad no posee un dominio
absoluto sobre la conciencia: no puede llegar a suprimirla. Sólo tiene
capacidad de dejar de aplicarla, negándose simplemente a considerar su juicio,
u ocupando la mente en falsos razonamientos que desfiguren la propia
responsabilidad.
El
conocimiento de la verdad y el bien no puede alterarse sin un mínimo de
complicidad en la voluntad.
En concreto, hay que destacar:
a) El oscurecimiento de la conciencia
suele comenzar con un olvido práctico de
las verdades morales, y tiende a terminar en el intento de corromper la misma
verdad moral. Como no es fácil rechazar la evidencia de los primeros principios
de la ley moral, se comienza por apartar
su luz, provocando la duda, dando
poca o relativa importancia a un determinado hecho, o pretendiendo encontrar
dificultades para aplicarlos en situaciones concretas. Por ejemplo, se buscan
casos límites que parezcan contradecir una norma moral: desgracias que se seguirían de la aceptación de la indisolubilidad
del matrimonio. O se alude a complejidades
de la vida real o a dificultades
agobiantes que hacen imposible su aplicación.
Sin embargo, como los principios siguen
iluminando, el intento de tranquilización de la conciencia acaba por exigir que
se ponga en duda la vigencia misma de esos principios. Se intenta buscar
entonces una verdad nueva,
corrompiendo la verdad objetiva o sumándose a representantes de ideas erróneas
que justifiquen la propia conducta. Con mucha frecuencia, se acaba intentando difundir esas falsas "verdades",
para que parezcan más verosímiles. Es vital contar con la aprobación de otros; cuantos más, mejor.
b) Este oscurecimiento puede estar
favorecido por la situación moral y doctrinal del ambiente, pero en último
término se debe a la intervención de la voluntad personal. Especialmente
peligrosas son las corrientes del agnosticismo y del subjetivismo que se
ofrecen frecuentemente servidas, es
decir presentadas, por medio de hechos que parecen
lo normal, en los medios de
comunicación, en lecturas y en la calle. En algunos casos excepcionales puede
que alguien se engañe sin culpa, pero, en materias importantes, este engaño
suele estar unido a una complicidad
interior. Además no se cuenta o se desprecia el testimonio y el ejemplo de
gente honrada, de la Iglesia, del Papa...; en estos casos se impone incluso
como necesidad, ridiculizar comportamientos y palabras.
c) En el fondo del oscurecimiento de la
conciencia hay una raíz de soberbia. Todo pecado supone un rechazo de la luz de
la conciencia. Cuando el hombre se
arrepiente, vuelve a percibir con claridad la diferencia entre la buena y
la mala conducta. Pero si quiere permanecer en el pecado, la conciencia le estorba, y entonces su soberbia le lleva a buscar
los medios para oscurecer la verdad, para no sentir su reproche. En definitiva,
se busca una falsa autonomía, respecto a la Verdad, a Dios: no querer depender
de El, y convertirse en la práctica en un determinador
del bien y del mal. Ese fue el pecado de nuestros primeros padres, que quisieron
poseer en sí mismos "la ciencia del bien y del mal" (Génesis, 3,
5). "Seréis como dioses", les
había propuesto Satanás.
No es extraño que algunos den el último
paso: de negar la luz de Dios en
nosotros, se pasa a la negación de Dios.
Es decir, al ateísmo.
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