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sábado, 2 de enero de 2016

UNA ÉTICA PARA EUROPA

Por Gabriel Chalmeta


Hay un viejo cuento infantil, tan breve como ingenuo, que describe una reunión de ratones convocada para poner fin a las continuas carnicerías del gato. Uno de ellos sugiere colgarle un cascabel del collar, para que al tintinear anuncie su llegada y los ratones tengan tiempo de huir. La sugerencia es aprobada por aclamación popular, pero la alegría cesa repentinamente cuando el típico aguafiestas pregunta: "¿y quién le pondrá el cascabel al gato?"

La moraleja que se desprende del cuento es la misma que I. Kant eligió como título para una de sus obras menores de filosofía moral: Acerca del dicho: «esto puede ser justo en teoría, pero no es válido en la práctica» [1].

Este largo y curioso título se explica teniendo en cuenta la importancia que la advertencia tiene para la Ética, ciencia que ya Aristóteles quiso llamar «filosofía práctica» para denotar hasta qué punto la justicia —que es su argumento central— requiere que la teoría y la práctica procedan unidamente. Una propuesta moral, cualquiera que sea, si verdaderamente es justa, será también viable; y, a la inversa, nunca será verdaderamente justa si resulta inviable (por mucho que sea teóricamente justa).

¿Qué consecuencia tiene esta moraleja para quien, como nosotros ahora, está buscando "una ética para Europa"? Al examinar la varias opciones existentes, deberíamos rechazar todas aquellas que, aun siendo muy atractivas, se manifiesten inviables. Comprendidas, se entiende, todas las que serían viables únicamente si fuese aceptable el principio "la justicia con sangre entra". Por fortuna, tras las amargas experiencias del pasado, la inmensa mayoría de los europeos están convencidos de que una de las primeras condiciones de la justicia es proceder a la determinación de todo proyecto político de común acuerdo, razonando a partir de algunas premisas compartidas.

Este último es, precisamente, el objetivo que aquí me he propuesto: fijar cuáles serían, a mi modo de ver, esas premisas compartidas, y cuáles sus implicaciones inmediatas.

1. ¿Cuánto vale una persona?

También por fortuna (o, más bien, por herencia cultural), el europeo "medio" mantiene todavía la convicción de que, más que ninguna otra, la característica que define la civilización frente a la barbarie es el reconocimiento social de que todo hombre, por el hecho de serlo, de pertenecer a la especie humana, goza de la dignidad propia de la persona [2].


Quiere esto decir que el hombre es "algo" que nadie puede comprar por un precio adecuado, justo, de manera que una vez pagado el importe sería racional que el adquirente dispusiese caprichosamente de la vida o del comportamiento de tan peculiar mercancía. Una pregunta del tipo: "¿cuántos euros vale un europeo?", no admite ninguna respuesta sensata. Está simplemente mal planteada, ya que su valor, en cuanto hombre, es inconmensurable, no se puede medir en euros ni, en general, con unidades de medida de cualquier otro tipo. Ni tan siquiera adoptando la medida "individuo humano", como lo prueba nuestra percepción de que no es justo sacrificar la vida de una persona, aunque sea un mendigo en situación desesperada, para obtener la salud (por ejemplo, mediante el trasplante de órganos) de otros diez individuos.

La idea del valor inconmensurable de todo hombre, estaba ya presente en la base de la ética kantiana, donde constituye el contenido del así llamado segundo imperativo moral: «todos los seres humanos —escribe Kant en la Fundación de la metafísica de las costumbres— se encuentran bajo la ley según la cual ninguno de ellos debe tratarse ni tratar a los demás como un simple medio [para conseguir otra cosa], sino que deberá tratarles como fines en sí mismos». Siempre en opinión de Kant, esta tesis se funda sobre la evidencia de que «en el reino de la finalidad, todo tiene un precio o una dignidad. Tiene un precio aquello que puede ser sustituido por algo equivalente; por el contrario, todo aquello que está por encima de cualquier precio, y que por tanto no admite equivalentes, tiene una dignidad». Ahora bien, es evidente que toda persona, todo ser racional, se debe considerar digno, esto es, sin equivalentes, inconmensurable [3].

Otros pensadores y sistemas políticos han juzgado, por el contrario, que la más importante de las reivindicaciones y conquistas de la civilización europea es la igualdad entre los hombres. En realidad, esta igualdad es una verdad ética secundaria, un principio práctico que en la jerarquía axiológica se origina a partir del que he indicado precedentemente. En efecto, si al menos por una vez acogemos con espíritu crítico la frecuente afirmación de que todos los hombres son iguales, nos veríamos empujados a objetar que es más bien cierto lo contrario: que son muy distintos. Se nos replicará entonces, que lo que se quería propiamente decir es que, a pesar de tan grandes diferencias, todos ellos poseen el mismo valor.

Pues bien, esta última clarificación hace patente por qué la igualdad entre los hombres, en cuanto componente de la justicia (y no de la injusticia), se origina a partir del valor inconmensurable de la persona. El motivo, en realidad, ya lo he indicado. Si, por ejemplo, alguien sostuviese que todos los hombres poseen un igual valor de un euro, o de un millón de euros, pensaríamos que su tesis es evidentemente contraria a la justicia. La igualdad entre los hombres sólo forma parte del ideal de la justicia si, precedentemente, se afirma que todos ellos gozan de un valor inconmensurable, y a partir de esta premisa —en un segundo momento— se "deduce" que todos ellos gozan de un igual valor inconmensurable.

Negar o posponer la originaria dignidad personal de cada hombre no significa sólo poner en tela de juicio este valor, sino todos los valores integrantes del patrimonio moral europeo, y de cualquier otra civilización. Todos, insisto; y, en particular, como ahora veremos, las que han ido enriqueciendo el proyecto revolucionario de justicia que sintetiza el lema: "Libertad, igualdad y fraternidad".

Veamos, concretamente, cómo se relacionan entre sí estos tres grupos de valores a la luz del principio fundamental de la dignidad de la persona.

2. La persona vale… lo que vale su libertad



Parece lógico que nuestro recorrido inicie por una pregunta que, más o menos, sería ésta: ¿es posible encontrar algún tipo de explicación al hecho de que los hombres gocen de un valor no conmensurable, de algún modo infinito?

Entre las personas de todo tipo que, a lo largo de la historia, han creído efectivamente posible esa explicación, las más acreditadas han indicado la libertad como raíz del valor de la persona, contribuyendo así a la progresiva afirmación en la conciencia de los europeos y en las instituciones sociales la idea de que ésta es el bien más alto del hombre, al que se encuentran subordinados todos los demás. El mismo bien de la vida, se piensa, debe todo su valor ético al hecho de que es el substrato físico de la libertad: y, por eso, no sólo comprendemos, sino que admiramos y celebramos el comportamiento de quien da su vida por la libertad.

En cualquier caso, es bastante evidente que esta explicación no es suficiente. Nos plantea, casi inmediatamente, un nuevo interrogante tan apremiante o más que el anterior: es necesario, en efecto, dilucidar qué entendemos precisamente por "libertad" cuando exaltamos esta dimensión del ser humano colocándola en el escalón más alto de nuestra jerarquía de valores. ¿Por qué decimos que la libertad es un bien?

La mentalidad dominante en nuestros días (y quizá siempre) tiende a explicar la bondad de la libertad refiriéndose a la simple indeterminación de la voluntad respecto a cualquier condicionamiento externo. Este bien humano consistiría, principalmente, en la posibilidad misma que tenemos de decidir si actuar o no actuar, y —en el primer caso— de elegir entre varios comportamientos y/o realidades externas. Cuántas más numerosas sean estas opciones, por ejemplo porque somos muy ricos, más valiosa será nuestra libertad.

Ahora bien, aun siendo cierto que entre los momentos constitutivos del comportamiento libre se encuentra el de la indeterminación, esta simple característica 
 es suficiente para justificar nuestra convicción de que tal libertad (la voluntad así indeterminada) posee un valor tan alto. Existen, por lo menos, dos buenos motivos que disculpan esta duda, ya apuntados en los escritos de I. Kant, que interpreto con una cierta libertad:
Primero.– La referencia escueta a la indeterminación de nuestro querer, es decir a su no-determinación, nada nos dice acerca de lo que es positivamente la voluntad y el comportamiento libres. La ceguera, usando una analogía, nada nos dice de lo que es la vista, los colores o las formas. Mientras no se nos dé esta respuesta positiva sobre el ser de la libertad, tampoco nos será posible saber si esta característica del querer humano goza de algún tipo de valor (positivo o negativo).

Es más, si en la concepción del bien de la libertad no fuésemos más allá de esta indeterminación, nuestros proyectos para el futuro se encontrarían en una especie de callejón sin salida, ya que la voluntad libre perdería, con cada elección, una parte de su indeterminación (pues ya no puedo dejar de elegir lo que he elegido) y, por tanto, también parte de su valor. Ejercitar la libertad, ponerla en acto, significaría perderla. Procediendo según esta lógica hasta las últimas conclusiones, el comportamiento del hombre más conforme con su valor de persona sería la pura pasividad, la contemplación de la propia indeterminación. Aunque también en este caso la perdería, ya que serían las circunstancias y los demás hombres quienes determinarían el curso de su existencia.
Segundo.– Otro motivo por el que no es evidente que la indeterminación del querer sea un bien para el hombre, es que —aparentemente— sería preferible la predeterminación de la que gozan (por obra de la naturaleza) los seres que se mueven guiados por el instinto.

Entre las varias opciones que tiene el sujeto libre al actuar, una de ellas es necesariamente mejor, más buena para él, y las otras peores. La indeterminación de la voluntad implica, por tanto, el peligro constante de tomar decisiones equivocadas, peores que otras o incluso trágicas. Es más, la probabilidad de que así ocurra, como demuestra la experiencia, no es nada remota.

El instinto, la predeterminación natural del querer hacia la opción mejor, sería por ello preferible a la libertad entendida como simple indeterminación. Y el hombre, a causa de esta propiedad de su querer, debería ser considerado —con diferencia— el más desgraciado de los animales (¿es la condena a la libertad lo que explica que los muertos por suicidio —según estadísticas de la ONU— sean el doble que los causados por la criminalidad de todo tipo, y cuatro veces más que fallecidos en las guerras en curso?).

Si queremos preservar intangible la afirmación del valor inconmensurable de cada hombre, así como su enraizamiento en la libertad, resulta ineludible buscar el altísimo valor de ésta en un momento sucesivo al de la indeterminación de la voluntad. Esto es, en el momento de su autodeterminación. Aunque no de cualquier autodeterminación, claro está. Sólo aquélla que respeta el igual valor inconmensurable de cada hombre puede considerarse digna, y fundamento de la dignidad del hombre.

3. La igualdad, límite de la libertad

Que esta conclusión sea ineludible lo corrobora la opinión de la mayor parte de los filósofos modernos y postmodernos, hijos en este aspecto de I. Kant. Hemos de considerar valioso el querer humano, nos explican, en la medida que cumpla potencial o efectivamente las siguientes condiciones ideales.

Ante todo, porque se origina como fruto de la autodeterminación o, por decirlo con lenguaje kantiano, de la autonomía. La indeterminación de la voluntad o —más precisamente— del "yo", a la que antes nos referíamos, hace posible que sea el "yo" quien verdadera y plenamente decida actuar y actúe, no siendo su querer una especie de resorte que salta mecánicamente ante determinados estímulos externos o internos, desencadenando uno u otro tipo de acciones. El "yo" es, en este sentido, causa o norma de la propia actuación, o sea autó-nomo. Aunque se trata siempre, tanto en el niño como en el adulto, de un ideal al que debe tender, dada la fuerte inclinación a la hetero-nomía, a la esclavitud de las pasiones.

Supuesta la autonomía, existe una exigencia ulterior que según la mayoría de los estudiosos contemporáneos debería cumplir la libertad para realizar su valor, y entrar así a formar parte del universo de la justicia. Se trataría de hacer que ésta (autónomamente) reconozca el idéntico valor que tiene la autonomía de todos los demás hombres. Dicho con otras palabras, debería en práctica el ideal de la igualdad revolucionaria. Cuando este ideal impera en las relaciones mutuas, los ciudadanos actúan siempre buscando aquel equilibrio social e institucional que garantice la máxima autonomía personal compatible con la máxima autonomía para todos los demás.

Este proyecto de justicia, a pesar del inconfundible resabor formalista kantiano que deja en el paladar, me parece que formula una verdad importante. Especialmente, diría, por su radical crítica de las teorías utilitaristas, y de su desprecio de las minorías a favor de la mayoría. A la hora de desarrollar sus propuestas positivas, sin embargo, el proyecto kantiano manifiesta graves insuficiencias. Digo esto pensando, principalmente, a la relacionalidad puramente negativa que propone entre las personas y su autodeterminación: nos presenta a los demás, a todo "tú" que se pone ante el "yo", como una simple «condición limitativa a la hora de seleccionar los medios para actuar» [4].

Este proyecto social —esencialmente, una relación de no-interferencia entre las libertades individuales— llevaría, ante todo, a la casi total cesación de las relaciones entre los ciudadanos y, por tanto, de la misma autonomía real. Me explico brevemente, usando una imagen. Habría que dividir el territorio del Estado en dos partes, una para los partidarios de un régimen republicano, y la otra para los monárquicos; cada una de ellas, a su vez, debería dividirse en dos, una para los partidarios de la caza, y otra para los contrarios a ella; y lo mismo, sucesivamente, para cada uno de los temas en discusión que afecten a todos. El resultado final se asemejaría bastante a una enorme cárcel con millones de celdas de aislamiento.

Por paradójico que pueda parecer, la exaltación de la autonomía en sí misma, al margen de su ordenación al establecimiento de vínculos positivos con los demás, conduce a la negación de toda autonomía. Nos hace muy autónomos, pero con poquísimas cosas importantes sobre las que decidir sobre nosotros mismos y nuestro futuro.

Desde el punto de vista práctico, además, la idealización de esta relación puramente negativa entre los ciudadanos se demuestra, en el fondo, incapaz de motivarles para que respeten en la vida cotidiana la libertad de los demás. Quizá logremos que estos admitan, en general, que la única libertad que merece el reconocimiento social e institucional en Europa es la de quien respeta la libertad de los demás. Pero si el sentido de la libertad humana se agota aquí, si toda su bondad está en "no perjudicar a los demás", ¿por qué habríamos de respetarla en la vida cotidiana, sobre todo cuando por cualquier razón nos molesta?

No podemos poner en el escalón más alto de la jerarquía de los valores una libertad que la inmensa mayoría de los ciudadanos considerará ramplona, pretendiendo que el respeto de esa libertad en las relaciones mutuas sea la norma esencial de la vida social. No, principalmente, porque los ciudadanos tienen toda la razón del mundo cuando consideran rastrera la actitud de quién "va siempre a lo suyo", evitando las complicaciones que tendría si se ocupase de la vida y de los problemas de los demás.

Quienquiera que asuma esta actitud ante sus conciudadanos suscita en ellos más rechazo que respeto. Por eso, y para evitar problemas como el que antes he ejemplificado con la metáfora de la cárcel, del todas las teorías políticas de raíz kantiana, a la hora de motivar a los ciudadanos, se han visto obligadas a recurrir al conocido artificio del "contrato social", que da un contenido aceptable al ideal de la justicia y garantiza su viabilidad. ¿En qué consiste tal acuerdo? En el conjunto de leyes que los ciudadanos habrían elegido, si hubiesen tenido la oportunidad de hacerlo y hubiesen decidido racionalmente. Como escribe cándidamente J. J. Rousseau, «con el fin de que un pueblo pueda entender las grandes máximas de la justicia y seguir espontáneamente las reglas fundamentales del Estado, sería necesario que el efecto fuese la causa [...], que los hombres fuesen antes de cumplir las leyes lo que serán por obra de éstas» [5].

4. La fraternidad, sentido de la libertad

En los últimos decenios, la ficción relativa a "las leyes que los ciudadanos habrían elegido de acuerdo con la razón", le ha servido al contractualismo (por ejemplo, a J. Rawls) para trasformarse en una forma mitigada de utilitarismo y evadir así las consecuencias más contrarias al sentido moral común. Ese utilitarismo mitigado es, sustancialmente, el que encontramos hoy encarnado en la Comunidad europea y en los Estados que la componen, como resultado último de un proceso evolutivo de naturaleza doctrinal y práctica nacido en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XIX.

¿Qué implicaciones tiene este cambio de rumbo? Que todos o casi todos los europeos, incluso quienes mantenían visiones políticas tradicionalmente contrarias, como los contractualistas (normalmente "de izquierdas") y los utilitaristas (normalmente "de derechas"), entienden hoy que el sentido de la libertad humana, lo que justifica su valor, es su ordenación al cuidado (cure) de los demás, es decir, a las relaciones de fraternidad, como dirían los revolucionarios, o de solidaridad, como preferimos decir hoy. El reconocimiento es, sin duda alguna, muy positivo, si no fuese porque, desgraciadamente, ha sido muchas veces erróneamente interpretado y aplicado en la práctica política. Me explico.

Queriendo hacer un diagnóstico más preciso de la situación europea, habría que ir marcha atrás en el tiempo, y notar cuán pronto cayó en el olvido el propósito revolucionario de la fraternidad. Sólo cincuenta años más tarde, y empezando por Inglaterra, se produjo un progresivo acercamiento de la cultura y de la vida política europeas a ese ideal, traducción revolucionaria de la amistad política del mundo clásico y cristiano. El acercamiento, sin embargo, se operó utilizando categorías aritméticas y automatismos jurídicos típicamente utilitaristas. Unas y otros son poco propicios para crear entre los hombres un orden de justicia, y de aquí —sostiene un número cada vez mayor de estudiosos— la profunda crisis teórica e institucional por la que atraviesa la vida política europea.

La "mezcla" de razones utilitaristas y verdaderamente solidarias ha sido posible por la facilidad de confundirlas. Ante el éxito del modelo newtoniano en el ámbito de las ciencias positivas, era fácil en la Inglaterra de finales del XIX tratar también de "matematizar" la ética y, en particular, la justicia política. La propuesta política más justa, se pensó, será aquella que beneficie a un porcentaje más alto de ciudadanos. En la misma línea, se creyó que el mejor método para alcanzar y garantizar ese resultado optimo sería crear una serie de automatismo jurídicos, mediante una serie de leyes (cada vez más numerosas en el Estado del bienestar) con la siguiente estructura esencial: "tú, ciudadano, si quieres gozar de los beneficios de la vida social, deberás no sólo respetar el mismo deseo de los demás ciudadanos, sino también promoverlo solidariamente, especialmente el de los más necesitados, obrando para ello de ésta o de aquella otra manera".

Las políticas inspiradas en estos principios, que en un primer momento quizá parecieran expresión de verdadera solidaridad, han manifestado con el pasar del tiempo su cara utilitarista más fea. Por ejemplo, cuando se han traducido en la necesidad de pagar cada vez más impuestos por servicios estatales que no deseamos recibir (televisión pública, ofertas culturales que reúnen a una docena de personas, etc.); o por tareas que nos gustaría gestionar personalmente (como la educación de nuestros hijos); o para subvencionar comportamientos que nos parecen aberrantes (como el aborto en hospitales públicos, o la adquisición de una casa con protección oficial por parte de una "familia" homosexual).

5. Una ética para la pobre Europa

Hasta aquí, en dos pinceladas de brocha gorda, el retrato de las convicciones morales de los europeos y de la Europa actual. ¿Qué podríamos y deberíamos hacer para construir una Europa mejor? A mi modo de ver, y pensando específicamente a la contribución que podríamos prestar los que pertenecemos a la amplia categoría de los intelectuales, deberíamos seguir las siguientes pautas éticas:

1. Si contractualistas (o "de izquierdas"), deberíamos reconocer qué tipo de cambio se ha producido en nuestra concepción de la justicia cuando (con Rawls) hemos reinterpretado en sentido utilitarista la ficción del contrato social. Quiere esto decir, que será necesario admitir y manifestar públicamente nuestra convicción de que el valor de la libertad humana, y la formación de sociedades políticas basadas sobre ese valor, exigen ir más allá del principio kantiano según el cual "mi libertad acaba donde empieza la tuya". Exigen, concretamente, entender que el valor de la libertad se realiza plenamente cuando establece relaciones de solidaridad, porque "mi libertad tiene como sentido promover la tuya".

2. Si utilitaristas (o "de derechas"), deberíamos reconocer el engaño que se esconde bajo ese sucedáneo de la verdadera solidaridad que es la tutela jurídica del bienestar del ciudadano característica de los Estados europeos. Deberíamos, concretamente, admitir y manifestar públicamente que esa solidaridad ha sido lograda en tales países pagando un precio altísimo: el sacrificio, en medida variable pero siempre excesiva, de la libertad y la igualdad.

Se ha sacrificado la libertad sobre el altar de esa falsa solidaridad, cada vez que se ha cedido a la ilusión de creer que los ciudadanos podían considerar plenamente suyas, por un acto de libertad y amor, las políticas redistributivas del Estado operadas mediante una serie de automatismos jurídicos. Por muy humano que sea su rostro y por muy justas que nos parezcan sus actuaciones, el Estado se nos presentará siempre como una realidad fría y abstracta (y es bueno que así sea). Fría como el mármol de los edificios públicos, o las páginas del Boletín Oficial del Estado, y abstracta como el proyecto de distribuir ayudas entre los más necesitados y penas entre los delincuentes. Es imposible, o muy difícil, sentirse hermano o amigo de estas realidades, como el mismo Hegel reconocía a propósito del pretendido "amor por la humanidad". Y, por esta razón es utópico creer que el ciudadano puede compilar el módulo del impuesto para las personas físicas con el mismo espíritu de libertad y voluntariedad con el que ayuda a los más necesitados en carne y hueso.

También la igualdad se ha visto sacrificada sobre el altar de la falsa solidaridad del Estado del bienestar, ya que en la concepción utilitarista de la justicia sólo se valora lo que es empírico y conmensurable, permitiendo todas las operaciones aritméticas necesarias para calcular el modo de obtener la máxima cantidad de felicidad general (the greatest amount of happiness altogether, en palabras de J. S. Mill). No será posible por tanto, no sin traicionar este postulado irrenunciable del utilitarismo, dar entrada en esta doctrina y en estos cálculos al igual valor inconmensurable de todo hombre; el valor de un hombre (de la minoría), es y será siempre para el utilitarista, menor, y no igual, al que poseen dos hombres (la mayoría): la mitad, exactamente. Sobre todo, claro está, si se trata de hombrecitos que nadie quiere, y que se encuentran en estado todavía embrional.

3. Todos, en fin, deberíamos observar con atención y maravilla cómo, en la Europa actual, la naturaleza y la libre creatividad del hombre, actuando de común acuerdo, han ido encontrando, una vez más, el modo de eliminar la arbitrariedad y producir lo que es bueno y bello. Creo, en efecto, que sólo un pesimismo patológico puede impedirnos advertir cómo «el libre darse, que había sido relegado en época moderna al margen de la sociedad, se está manifestando cada vez más como un elemento indispensable en la producción y difusión del bienestar social que se materializa a través de las más distintas iniciativas» [6].

Las iniciativas a las que me refiero son, principalmente, las que integran el así llamado "tercer sector" de la sociedad (los otros dos sectores son el Estado y el mercado). Algún sociólogo ha preferido, justamente, denominarlo sector "privado-social" o "privado-político", con terminología que indica más claramente que se trata de un sector integrado por grupos "privados", antiguos algunos (como la familia o la escuela), y recientes otros (como el voluntariado, el libre asociacionismo, las organizaciones no gubernamentales, etc.), que llevan a cabo una actividad que es de gran eficacia en la producción de bienes políticos, en la creación de solidaridad; y que, debidamente potenciados, podrían serlo cada día más.

Un tema y una realidad social apasionantes, que —estoy plenamente convencido— contienen la clave ética de la futura Europa.

Notas
[1] I. Kant, Ueber den Gemeinspruch: das mag in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht für die Praxis, in Werke, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1968, XI, pp. 125-72.

[2] Habría debido decir: "todo hombre, por el hecho de pertenecer a la especie biológica humana…", para incluir de este modo al ser humano concebido y no nacido entre las personas. No lo he hecho así pues, por desgracia, la mayor parte de los europeos tampoco lo hacen. Y añado "por desgracia", porque no aceptar que el hecho: "individuo vivo, fruto de la concepción humana", significa siempre: "persona humana", implica, a la larga, vaciar de su contenido absoluto los deberes de respeto y promoción de la libertad del prójimo. En efecto, la determinación de si alguien es o no "prójimo" quedará en manos del sujeto individual o de quien ejercita el poder en la sociedad (la mayoría electoral): dependerá de las ulteriores condiciones —necesariamente discutibles, arbitrarias— que estos consideren oportuno exigir del "individuo vivo, fruto de la concepción humana" para considerarlo persona. Si algo nos hace comprender por qué es perfectamente posible que Europa pueda un día recaer en la barbarie, es al constatar el reconocimiento en casi todos los Estados del derecho a abortar en estructuras públicas.

[3] I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785), Sección 2.

[4] I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785), Sección 2.

[5] [Cf. Du contrat social, ou Principes de droit politique (1762), in Oeuvres complètes, Bibl. de la Pléiade, Paris 1959-69, vol. III, II, 7.

[6] P. Donati, Teoria relazionale della società, F. Angeli, Milano 1991

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