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domingo, 8 de noviembre de 2015

¿Inferioridad de la mujer?

Por Alfonso Aguiló

 —Muchos piensan que, aunque hayan mejorado bastante las cosas en los últimos tiempos, quedan en la Iglesia rastros de una antigua desconfianza hacia la mujer. Incluso he oído decir que la Iglesia tardó algunos siglos en reconocer que las mujeres tuvieran alma. 
        Desde luego, lo de la ausencia de alma en la mujer nunca lo pensó la Iglesia católica, y esto lo desmiente con rotundidad la historia: las santas y las mártires fueron veneradas desde los primeros siglos del cristianismo, y su glorificación brilla en todos los templos cristianos de la antigüedad, y siempre hubo tanto mujeres como hombres en el catálogo romano de canonizaciones. 
        Además, la Iglesia católica, como es sabido, venera desde los primerísimos tiempos a una mujer, la Virgen María, como madre de Dios y la más perfecta de las criaturas. Todo ello, como comprenderás, es poco compatible con semejante leyenda. 
        —¿Y no es cierto al menos que la Iglesia admitió que la mujer era inferior al hombre porque, según el relato del Génesis, fue creada después que él? 
        Hubo algunos pensadores cristianos lo bastante ridículos como para pretender que la mujer era un ser inferior, haciendo una interpretación realmente sorprendente de ese relato del Génesis. Pero su doctrina fue condenada por la Iglesia. Ya dijo Aristóteles que no había en el mundo idea absurda que no tuviera al menos algún filósofo para sostenerla; y se ve que eso puede extenderse a las muchas afirmaciones absurdas que se han hecho en torno a la teología católica a lo largo de los siglos. Hay que pensar que durante los primeros siglos del cristianismo, los concilios dedicaron mucho tiempo a condenar errores. Uno de ellos fue este. Pero no pueden imputarse a la Iglesia las aberraciones que se vio obligada a denunciar y condenar. Como decía André Frossard, eso sería como responsabilizar al Ministro de Justicia de todas las faltas que castiga el Código Penal. 
        —Pero San Pablo, por ejemplo, manda en una de sus epístolas que las mujeres se mantengan calladas en las asambleas. 
        Y con ello demuestra que ellas participaban en esas asambleas, algo absolutamente inimaginable durante muchísimos siglos en nuestras modernas y avanzadas asambleas parlamentarias occidentales. 
        Porque un sencillo análisis de la historia permite ver que la discriminación de la mujer ha sido un fenómeno muy extendido a lo largo de los siglos. Eso es algo lamentable, pero no es justo achacarlo a la Iglesia. 
        Por poner un ejemplo bien ilustrativo, el acceso general de la mujer al voto en las elecciones democráticas civiles de nuestras modernas sociedades occidentales comenzó con Finlandia en 1906, y no llegó a Estados Unidos hasta 1920, a Gran Bretaña hasta 1928, y a España hasta 1931. Otros países de nuestro entorno no alcanzaron el pleno derecho de sufragio femenino hasta mucho después: Francia en 1944, Italia en 1945, Bélgica en 1948, Andorra en 1970 y Suiza en 1971. Se ha discriminado mucho a la mujer en la historia de la democracia, pero la culpa no es de la democracia, sino de la visión de la mujer que tenía entonces la sociedad.
        Para ser justo, hay que integrar ese comentario de San Pablo en la mentalidad imperante en aquellos tiempos. A nadie de esa época, fuera judío o romano, se le habría pasado por la cabeza dar a las mujeres tanto protagonismo como tienen en el Nuevo Testamento, totalmente impensable por aquel entonces (de hecho, fue durante mucho tiempo objeto de crítica por parte de muchos autores no cristianos). Sería más justo decir, en todo caso, que las fuertes exigencias de la moral cristiana contribuyeron a amortiguar aquella lamentable situación.

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