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martes, 26 de abril de 2011

Información Beatificación Juan Pablo II

Juan Pablo II: un ejempo cristiano de cómo influir decisivamente en el mundo


    Santidad, desconozco si sé lo que es un milagro. A pesar de ello, me atrevo a decir que estoy asistiendo a un milagro: el hombre que hace seis meses era detenido como enemigo del Estado está hoy aquí como presidente de ese Estado para darle la bienvenida».
     Con estas palabras recibía el presidente Václav Havel a Juan Pablo II en Praga, el 22 de abril 1990. Hacía tan solo cinco meses que había caído el Muro de Berlín y el Papa polaco aparecía como artífice fundamental de esa empresa histórica.
     «Sin este Pontífice no se puede comprender lo que sucedió en Europa a finales de los años ochenta», dijo Gorbachov. Igualmente otros líderes como los ex presidentes de Estados Unidos George Bush y Bill Clinton, o el ex canciller alemán Helmut Kohl sostienen que el Papa polaco tuvo un papel decisivo en el final del comunismo y en la reunificación de Alemania. Con la primera visita a su país natal en 1979 y el apoyo al sindicato Solidaridad y a su líder Lech Walesa, Karol Wojtyla infundió aires de libertad: «No somos esclavos», gritó a sus compatriotas. Juan Pablo II tuvo la intuición fundamental de que Europa respira con dos pulmones: uno oriental, eslavo, y otro occidental. Ya en ese primer viaje a Polonia insistía en la dimensión unitaria de Europa, cuando el continente estaba rigurosamente dividido en dos mundos. Pudo ver ese sueño hecho realidad con la Unión Europea formada por 27 estados.
     El Papa místico y misionero es también un hombre pragmático. Su posición equilibrada se la reconocía su adversario el general Jaruelski: «Camina sobre la tierra, pero al mismo tiempo tiene la cabeza sobre las nubes, dicho sea en el sentido positivo». El general Jaruzelski consideraba a Wojtyla un hombre de gran estatura: «Sin la Iglesia, sin el Papa, no logro imaginar que todos estos cambios puedan haber tenido lugar en Polonia».
     Su grito más famoso, «no tengáis miedo», pronunciado en la inauguración de su pontificado, fue enseguida escuchado y seguido en su país. Dice su ex portavoz Joaquín Navarro-Valls que esa exhortación solo puede hacerla alguien que haya experimentado miedo y lo ha superado. Karol Wojtyla, hijo de la Polonia ocupada por los nazis y después por los comunistas, supo infundir coraje y su país terminó siendo una lanza clavada en el imperio soviético, preparando así el terreno para las revoluciones de terciopelo de 1989 en la Europa del Este. Fue una revolución política no violenta, un logro histórico impresionante.
     Su victoria «política» sobre el comunismo dio nuevo empuje a Juan Pablo II en la predicación del Evangelio en su país y en todo el mundo. El Papa quería evitar que esos pueblos liberados del comunismo cayeran en nuevas formas de esclavitud, como el capitalismo salvaje. Abogado de la dignidad de la persona, Juan Pablo II defendió en sus continuos viajes los derechos humanos en las dictaduras del tercer mundo y combatió las pretensiones del neocapitalismo que se difundió tras la caída del Muro: «La derrota del comunismo —denunció con fuerza Karol Wojtyla— no justifica el dominio incontrolado del capital sobre los hombres y los pueblos».

«Hijos del mismo Dios»

     En el fondo, todo el quehacer de Juan Pablo II emanaba de su profunda pasión por el ser humano como hijo de Dios, algo que demostró desde la infancia. Su gran amigo judío, Jerzy Kluger, me contó este significativo episodio: «Entré un día en la iglesia donde Karol Wojtyla ayudaba en la misa como monaguillo para darle la noticia de unas buenas notas de la escuela. Pero mi presencia como judío no agradó a una señora. Al final de la misa, Karol, que tenía diez años, se me acercó y disgustado me dijo:     
     «¿Pero esa señora no sabe que todos somos hijos del mismo Dios?».
     Juan Pablo II fue el primer líder global. Tuvo la intuición de la globalización cuando ese término no era de uso común. Por ello, Wojtyla reinventó el papado, dándole una proyección planetaria. Sus 104 viajes internacionales son el reflejo de esa estrategia. Lejos del Vaticano va a encontrar en los cinco continentes a los desheredados y los intelectuales, los políticos y los jóvenes, los católicos y los seguidores de otras religiones. A veces suscitó críticas, disenso y contestaciones, pero Juan Pablo II llevó por el mundo sin desánimo su fuerte discurso sobre valores como la justicia, la solidaridad, la paz, la verdad…
     Con Karol Wojtyla y su transformación del papado, el Pontífice de Roma se convierte en portavoz de los derechos humanos, «la más alta autoridad moral sobre la tierra», ha dicho Mijal Gorbachov, superando las fronteras geográficas, políticas y culturales.
     La autoridad moral y credibilidad de Juan Pablo II tenía una raíz muy precisa: el misticismo y la intensa oración. Quien lo ha visto de cerca rezar, no podrá olvidar su recogimiento total en la búsqueda íntima de Dios. El propio Benedicto XVI ha confesado al historiador Andrea Riccardi, el biógrafo del Papa polaco: «Lo que me impresionó desde el inicio en Wojtyla era su carácter de hombre de oración. Esto me convenció mucho». Juan Pablo II era un Papa carismático y pastor, antes que un hombre de gobierno o político, aunque algunos de sus gestos tuvieran gran relevancia política. Enseñó a una generación que es inevitable afrontar el tema de Dios y que la fe es algo vivo y no un residuo del pasado. Un agnóstico como Indro Montanelli, el gran periodista italiano del siglo XX, me confesó en una entrevista:
     «Juan Pablo II me invitó un día a comer en el Vaticano. Al final, me acompañó a la salida para despedirme. Cuando pasamos delante de su capilla privada, me cogió de la mano para rezar un padrenuestro por su madre y la mía, señalándole que sabía que yo me sentía muy ligado a mi madre como él a la suya. No soy creyente, aunque me gustaría creer, pero me emocioné y salí convencido de que Juan Pablo II era un santo al que le hubiera gustado morir en tierra de misión, lejos del Vaticano».
     Historiadores y líderes políticos concuerdan en considerar que Juan Pablo II es el líder mundial más destacado de la segunda mitad del siglo XX. Por eso pudo lanzarse en empresas extraordinarias que ningún otro pontífice había imaginado. El solemne «mea culpa», pronunciado en San Pedro en el Jubileo del 2000, por los errores y horrores cometidos por la Iglesia católica a lo largo de los siglos, o la grandiosa asamblea de oración en Asís en 1986 con los jefes de las más variadas religiones, fueron dos hitos históricos de un Papa lleno de gestos con gran fuerza simbólica.
     Juan Pablo II ha sido apreciado como un hombre de grandes simpatías humanas, de gran coraje, integridad y compasión. Logró proponerse como un hombre de cultura y de su tiempo, y al mismo tiempo como un hombre de Dios, el mayor testigo cristiano del siglo XX. Derribó muros físicos, políticos y económicos y construyó puentes entre los hombres, siendo el primer Papa en visitar una sinagoga y una mezquita, el primero en viajar a países de mayoría ortodoxa, primer pontífice también en entrar en iglesias anglicanas, luteranas y calvinistas, el primero, en fin, en visitar países en guerra.
Todo el mundo le rindió homenaje en sus exequias. Estados Unidos, la superpotencia contra la que predicó la necesidad del multilateralismo, estuvo representada por el presidente Bush Jr. y sus predecesores Bush padre y Clinton, y la secretaria de Estado Condoleeza Rice. La figura de Juan Pablo II es reconocida como una personalidad histórica de Occidente.

lunes, 25 de abril de 2011

Respuestas del Papa a preguntas en un reciente programa de televisión

Publicamos las respuestas que ofreció Benedicto XVI a siete preguntas formuladas por personas de distintos países y sobre distintos argumentos al programa de la televisión pública italiana RAI "A su imagen", emitido a las 14:10 de Roma con motivo del Viernes Santo.


--Santo Padre, quiero agradecerle su presencia que nos llena de alegría y nos ayuda a recordar que hoy es el día en que Jesús demuestra su amor de la manera más radical, muriendo en la cruz como inocente. Precisamente sobre el tema del dolor inocente es la primera pregunta que viene de una niña japonesa de siete años, que le dice: "me llamo Elena, soy japonesa y tengo siete años. Tengo mucho miedo porque la casa en la que me sentía segura ha temblado mucho, y porque muchos niños de mi edad han muerto. No puedo ir a jugar al parque. Quiero preguntarle: ¿por qué tengo que pasar tanto miedo? ¿por qué los niños tienen que sufrir tanta tristeza? Le pido al Papa, que habla con Dios, que me lo explique".



--Benedicto XVI: Querida Elena, te saludo con todo el corazón. También yo me pregunto: ¿por qué es así? ¿Por qué tenéis que sufrir tanto, mientras otros viven cómodamente? Y no tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús ha sufrido como vosotros, inocentes, que Dios verdadero se muestra en Jesús, está a vuestro lado. Esto me parece muy importante, aunque no tengamos respuestas, aunque permanezca la tristeza: Dios está a vuestro lado, y tenéis que estar seguros de que esto os ayudará. Y un día podremos comprender por qué ha sucedido esto. En este momento me parece importante que sepáis que "Dios me ama", aunque parezca que no me conoce. No, me ama, está a mi lado, y tenéis que estar seguros de que en el mundo, en el universo, hay muchas personas que están a vuestro lado, que piensan en vosotros, que hacen todo lo que pueden por vosotros, para ayudaros. Y ser conscientes de que, un día, yo comprenderé que este sufrimiento no era algo vacío, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad. Siéntete segura. Estamos a tu lado, al lado de todos los niños japoneses que sufren, queremos ayudaros con la oración, con nuestros actos, y debéis estar seguros de que Dios os ayuda. Y de este modo rezamos juntos para que os llegue la luz cuanto antes.



--La segunda pregunta nos pone delante de un calvario, porque se trata de una madre que está junto a la cruz de un hijo. Es italiana, se llama María Teresa y le pregunta: "Santidad, el alma de mi hijo, Francesco, en estado vegetativo desde el día de Pascua del 2009, ¿ha abandonado su cuerpo, dado que está totalmente inconsciente, o está todavía en él?



--Benedicto XVI: Ciertamente el alma está todavía presente en el cuerpo. La situación es algo así como la de una guitarra que tiene las cuerdas rotas y que no se puede tocar. Así también el instrumento del cuerpo es frágil, vulnerable, y el alma no puede "tocar", por decirlo en algún modo, pero sigue presente. Estoy también seguro de que este alma escondida siente en profundidad vuestro amor, a pesar de que no comprende los detalles, las palabras, etc., pero siente la presencia del amor. Y por esto vuestra presencia, queridos padres, querida mamá, junto a él, horas y horas cada día, es un verdadero acto de amor muy valioso, porque esta presencia entra en la profundidad de esta alma escondida y vuestro acto es un testimonio de fe en Dios, de fe en el hombre, de fe, digamos de compromiso a favor de la vida, de respeto por la vida humana, incluso en las situaciones más trágicas. Por esto os animo a proseguir, sabiendo que hacéis un gran servicio a la humanidad con este signo de confianza, con este signo de respeto de la vida, con este amor por un cuerpo lacerado, un alma que sufre.



--La tercera pregunta nos lleva a Irak, entre los jóvenes de Bagdad, cristianos perseguidos que le envían esta pregunta: "Saludamos al Santo padre desde Irak --dicen--. Nosotros, cristianos de Bagdad, somos perseguidos como Jesús. Santo Padre, ¿cómo podemos ayudar a los miembros de nuestra comunidad cristiana para que se replanteen el deseo de emigrar a otros países, convenciéndoles de que marcharse no es la única solución?



--Benedicto XVI: Quisiera en primer lugar saludar con todo el corazón a todos los cristianos de Irak, nuestros hermanos, y tengo que decir que rezo cada día por los cristianos de Irak. Son nuestros hermanos que sufren, como también en otras tierras del mundo, y por esto los siento especialmente cercanos a mi corazón y, en la medida de nuestras posibilidades, tenemos que hacer todo lo posible para que puedan resistir a la tentación de emigrar, que --en las condiciones en las que viven-- resulta muy comprensible. Diría que es importante que estemos cerca de vosotros, queridos hermanos de Irak, que queramos ayudaros y cuando vengáis, recibiros realmente como hermanos. Y naturalmente, las instituciones, todos los que tienen una posibilidad de hacer algo por Irak, deben hacerlo. La Santa Sede está en permanente contacto con las distintas comunidades, no sólo con las comunidades católicas, sino también con las demás comunidades cristianas, con los hermanos musulmanes, sean chiíes o sunníes. Y queremos hacer un trabajo de reconciliación, de comprensión, también con el gobierno, ayudarle en este difícil camino de recomponer una sociedad desgarrada. Porque este es el problema, que la sociedad está profundamente dividida, lacerada, ya no tienen esta conciencia: "Nosotros somos en la diversidad, un pueblo con una historia común, en el que cada uno tiene su sitio". Y tienen que reconstruir esta conciencia que, en la diversidad, tienen una historia común, una común determinación. Y nosotros queremos, en diálogo precisamente con los distintos grupos, ayudar al proceso de reconstrucción y animaros a vosotros, queridos hermanos cristianos de Irak, a tener confianza, a tener paciencia, a tener confianza en Dios, a colaborar en este difícil proceso. Tened la seguridad de nuestra oración.



--La siguiente pregunta es de una mujer musulmana de Costa de Marfil, un país en guerra desde hace años. Esta señora se llama Bintú y envía un saludo en árabe que se puede traducir de este modo: "Que Dios esté en medio de todas las palabras que nos diremos y que Dios esté contigo". Es una frase que utilizan al empezar un diálogo. Y después prosigue en francés: "Querido Santo Padre, aquí en Costa de Marfil, hemos vivido siempre en armonía entre cristianos y musulmanes. A menudo las familias están formadas por miembros de ambas religiones; existe también una diversidad de etnias, pero nunca hemos tenido problemas. Ahora todo ha cambiado: la crisis que vivimos, causada por la política, esta sembrando divisiones. ¡Cuántos inocentes han perdido la vida! ¡Cuántos refugiados, cuántas madres y cuántos niños traumatizados! Los mensajeros han exhortado a la paz, los profetas han exhortado a la paz. Jesús es un hombre de paz. Usted, en cuanto embajador de Jesús, ¿qué aconsejaría a nuestro país?"



--Benedicto XVI: Quiero contestar al saludo: que Dios esté también contigo, y siempre te ayude. Y tengo que decir que he recibido cartas desgarradoras de Costa de Marfil, donde veo toda la tristeza, la profundidad del sufrimiento, y me entristece porque podemos hacer tan poco. Siempre podemos hacer algo: orar con vosotros, y en la medida de lo posible, hacer obras de caridad, y sobre todo queremos colaborar, según nuestras posibilidades, en los contactos políticos, humanos. He encargado al cardenal Tuckson, que es presidente de nuestro Consejo de Justicia y Paz, que vaya a Costa de Marfil e intente mediar, hablar con los diversos grupos, con las distintas personas, para facilitar un nuevo comienzo. Y sobre todo queremos hacer oír la voz de Jesús, en el que usted también cree como profeta. Él era siempre el hombre de la paz. Se podía pensar que, cuando Dios vino a la tierra, lo haría como un hombre de gran fuerza, que destruiría las potencias adversarias, que sería un hombre de una fuerte violencia como instrumento de paz. Nada de esto: vino débil, vino solo con la fuerza del amor, sin ningún tipo de violencia hasta ir a la cruz. Y esto nos muestra el verdadero rostro de Dios, y que la violencia no viene nunca de Dios, nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y no es el camino para salir de las dificultades. Es una fuerte voz contra todo tipo de violencia. Invito apremiantemente a todas las partes a renunciar a la violencia, a buscar las vías de la paz. Para la recomposición de vuestro pueblo no podéis usar medios violentos, aunque penséis que tenéis razón. El único camino es la renuncia a la violencia, volver a entablar el diálogo, tratar de encontrar juntos la paz, una nueva atención de los unos a los otros, la nueva disponibilidad para abrirse el uno al otro. Y este, querida señora, es el verdadero mensaje de Jesús: buscad la paz con los medios de la paz y abandonad la violencia. Rezamos por vosotros para que todos los componentes de vuestra sociedad sientan esta voz de Jesús y así vuelva la paz y la comunión.



--Santo Padre, la próxima pregunta es sobre el tema de la muerte y la resurrección de Jesús y llega desde Italia. Se la leo: "Santidad: ¿Qué hizo Jesús en el tiempo que separó a la muerte de la resurrección? Y, ya que en el Credo se dice que Jesús después de la muerte descendió a los infiernos: ¿Podemos pensar que es algo que nos pasará también a nosotros, después de la muerte, antes de ascender al Cielo?



--Benedicto XVI: En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del alma. Hay que tener en cuenta que el alma de Jesús siempre está en contacto con el Padre, pero al mismo tiempo, este alma humana abraza hasta los últimos confines del ser humano. En este sentido baja a las profundidades, hasta los perdidos, hasta todos aquellos que no han alcanzado la meta de sus vidas, y trasciende así los continentes del pasado. Este descenso del Señor a los infiernos significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los tiempos. Dicen los Padres de la Iglesia, con una imagen muy hermosa, que Jesús toma de la mano a Adán y Eva, es decir a la humanidad, y la encamina hacia adelante, hacia las alturas. Y así crea el acceso a Dios, porque el hombre, por sí mismo, no puede elevarse a la altura de Dios. Jesús mismo, siendo hombre, tomando de la mano al hombre, abre el acceso. ¿Qué acceso? La realidad que llamamos cielo. Así, este descenso a los infiernos, es decir, a las profundidades del ser humano, a las profundidades del pasado de la humanidad, es una parte esencial de la misión de Jesús, de su misión de Redentor y no se aplica a nosotros. Nuestra vida es diferente, el Señor ya nos ha redimido y nos presentamos al Juez, después de nuestra muerte, bajo la mirada de Jesús, y esta mirada en parte será purificadora: creo que todos nosotros, en mayor o menor medida, necesitaremos ser purificados. La mirada de Jesús nos purifica y además nos hace capaces de vivir con Dios, de vivir con los santos, sobre todo de vivir en comunión con nuestros seres queridos que nos han precedido.



--También la siguiente pregunta es sobre el tema de la resurrección y viene de Italia: "Santidad, cuando las mujeres llegan al sepulcro, el domingo después de la muerte de Jesús, no reconocen al Maestro, lo confunden con otro. Lo mismo les pasa a los apóstoles: Jesús tiene que enseñarles las heridas, partir el pan para que le reconozcan precisamente por sus gestos. El suyo es un cuerpo real de carne y hueso, pero también un cuerpo glorioso. El hecho de que su cuerpo resucitado no tenga las mismas características que antes, ¿qué significa? ¿Y qué significa, exactamente, "cuerpo glorioso? Y en nuestra resurrección, ¿nos sucederá lo mismo?".



--Benedicto XVI: Naturalmente, no podemos definir el cuerpo glorioso porque está más allá de nuestra experiencia. Sólo podemos interpretar algunos de los signos que Jesús nos dio para entender, al menos un poco, hacia donde apunta esta realidad. El primer signo: el sepulcro está vacío. Es decir, Jesús no abandonó su cuerpo a la corrupción, nos ha enseñado que también la materia está destinada a la eternidad, que resucitó realmente, que no ha quedado perdido. Jesús asumió también la materia, de manera que la materia está también destinada a la eternidad. Pero asumió esta materia en una nueva forma de vida, este es el segundo punto: Jesús ya no vuelve a morir, es decir: está más allá de las leyes de la biología, de la física, porque los sometidos a ellas mueren. Por lo tanto hay una condición nueva, diversa, que no conocemos, pero que se revela en lo sucedido a Jesús, y esa es la gran promesa para todos nosotros de que hay un mundo nuevo, una nueva vida, hacia la que estamos encaminados. Y, estando ya en esa condición, para Jesús es posible que los otros lo toquen, puede dar la mano a sus amigos y comer con ellos, pero, sin embargo está más allá de las condiciones de la vida biológica, como la que nosotros vivimos. Y sabemos que, por una parte, es un hombre real, no un fantasma, vive una vida real, pero es una vida nueva que ya no está sujeta a la muerte y esa es nuestra gran promesa. Es importante entender esto, al menos por lo que se pueda, con el ejemplo de la Eucaristía: en la Eucaristía, el Señor nos da su cuerpo glorioso, no nos da carne para comer en sentido biológico; se nos da Él mismo; lo nuevo que es Él , entra en nuestro ser hombres y mujeres, en el nuestro, en mi ser persona, como persona y llega a nosotros con su ser, de modo que podemos dejarnos penetrar por su presencia, transformarnos en su presencia. Es un punto importante, porque así ya estamos en contacto con esta nueva vida, este nuevo tipo de vida, ya que Él ha entrado en mí, y yo he salido de mí y me extiendo hacia una nueva dimensión de vida. Pienso que este aspecto de la promesa, de la realidad que Él se entrega a mí y me hace salir de mí mismo, me eleva, es la cuestión más importante: no se trata de descifrar cosas que no podemos entender sino de encaminarnos hacia la novedad que comienza, siempre, de nuevo, en la Eucaristía.





--Santo Padre, la última pregunta es sobre María. A los pies de la cruz, hay un conmovedor diálogo entre Jesús, su madre y Juan, en el que Jesús dice a María: "He aquí a tu hijo" y a Juan : "He aquí a tu madre". En su último libro, "Jesús de Nazaret", lo define como "una disposición final de Jesús". ¿Cómo debemos entender estas palabras? ¿Qué significado tenían en aquel momento y que significado tienen hoy en día? Y ya que estamos hablando de confianza. ¿Piensa renovar una consagración a la Virgen en el inicio de este nuevo milenio?



--Benedicto XVI: Estas palabras de Jesús son ante todo un acto muy humano. Vemos a Jesús como un hombre verdadero que lleva a cabo un gesto de verdadero hombre: un acto de amor por su madre confiándola al joven Juan para que esté tranquila. En aquella época en Oriente una mujer sola se encontraba en una situación imposible. Confía su madre a este joven y a él le confía su madre. Jesús realmente actúa como un hombre con un sentimiento profundamente humano. Me parece muy hermoso, muy importante que antes de cualquier teología veamos aquí la verdadera humanidad, el verdadero humanismo de Jesús. Pero por supuesto este gesto tiene varias dimensiones, no atañe sólo a ese momento: concierne a toda la historia. En Juan, Jesús confía a todos nosotros, a toda la Iglesia, a todos los futuros discípulos a su madre y su madre a nosotros. Y esto se ha cumplido a lo largo de la historia: la humanidad y los cristianos han entendido cada vez más que la madre de Jesús es su madre. Y cada vez más personas se han confiado a su madre: basta pensar en los grandes santuarios, en esta devoción a María, donde cada vez más la gente siente: "Esta es la madre." E incluso algunos que casi tienen dificultad para llegar a Jesús en su grandeza de Hijo de Dios, se encomiendan a su madre sin dificultad. Algunos dicen: "Pero eso no tiene fundamento bíblico". Aquí me gustaría responder con San Gregorio Magno: "En la medida que se leen -dice--, crecen las palabras de la Escritura." Es decir, se desarrollan en la realidad, crecen , y cada vez más en la historia se difunde esta Palabra. Todos podemos estar agradecidos porque la Madre es una realidad, a todos nos han dado una madre. Y podemos dirigirnos con mucha confianza a esta madre, que para cada cristiano es su Madre. Por otro lado la madre es también expresión de la Iglesia. No podemos ser cristianos solos, con un cristianismo construido según mis ideas. La madre es imagen de la Iglesia, de la madre Iglesia y confiándonos a María, también tenemos que encomendarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María.

Toco ahora al tema de la consagración: los papas --Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II-- hicieron un gran acto de consagración a la Virgen María y creo que , como gesto ante la humanidad, ante María misma, fue muy importante. Yo creo que ahora es importante interiorizar ese acto, dejar que nos penetre, para realizarlo en nosotros mismos. Por eso he visitado algunos de los grandes santuarios marianos del mundo: Lourdes, Fátima, Czestochowa, Altötting ..., siempre con el fin de hacer concreto, de interiorizar ese acto de consagración, para que sea realmente un acto nuestro. Creo que el acto grande, público, ya se ha hecho. Tal vez algún día habrá que repetirlo, pero por el momento me parece más importante vivirlo, realizarlo, entrar en esta consagración para hacerla verdaderamente nuestra. Por ejemplo, en Fátima, me di cuenta de cómo los miles de personas presentes eran conscientes de esa consagración, se habían encomendado, encarnándola en sí mismos, para sí mismos. Así esa consagración se hace realidad en la Iglesia viva y así crece también la Iglesia. La entrega a María, el que todos nos dejemos penetrar y formar por esa presencia, el entrar en comunión con María, nos hace Iglesia, nos hace, junto con María, realmente esposa de Cristo. De modo que, por ahora, no tengo intención de una nueva consagración pública, pero sí quisiera invitar a todos a unirse a esa consagración que ya está hecha, para que la vivamos verdaderamente día tras día y crezca así una Iglesia realmente mariana que es madre, esposa e hija de Jesús.

domingo, 24 de abril de 2011

Perfil cercano de Juan Pablo II


JUANVICENTE BOO / CORRESPONSAL EN EL VATICANO

Entrevista en ABC digital

El portavoz del anterior Pontífice afirma que, pese a que se ha escrito mucho sobre Wojtyla, «su rico perfil humano está todavía por descubrir»


Joaquín Navarro-Valls, médico y periodista, es la persona que el mundo entero ha visto junto a Juan Pablo II a lo largo de sus 22 años como portavoz del Papa que ahora llega a los altares. Navarro-Valls y el cardenal de Cracovia, Stanislaw Dziwisz -secretario de Karol Wojtyla durante 40 años- son los dos testigos privilegiados de la extraordinaria dimensión humana y espiritual de Juan Pablo «el Grande».
Nacido en Cartagena, doctor en Medicina por la Universidad de Barcelona y licenciado en Periodismo por la de Navarra, Joaquín Navarro-Valls era corresponsal de ABC en Roma en 1984 cuando el Papa se fijo en él y le llamó para pedirle algunas sugerencias: «Pensé que iba a ser sólo una hora… !y fueron 22 años en el Vaticano!».
Psiquiatra, periodista, portavoz de dos Papas, ensayista y escritor, Navarro-Valls es doctor «Honoris Causa» por numerosas universidades de Europa y América. Políglota, atlético, bronceado, sonriente y cordial, la «voz» de Karol Wojtyla preside ahora el Consejo Asesor de la Universidad Campus Bio-Médico de Roma.
—Doctor Navarro-Valls, la presencia de Juan Pablo II ha permanecido viva incluso después de su fallecimiento. ¿Cómo la nota usted?
—Es evidente su presencia, y no sólo en la riqueza de su magisterio y de sus escritos. Sigue siendo muy amado por millones de personas. Casi se diría que continúa su misión recibiendo cada día en las Grutas Vaticanas decenas de miles de visitantes.
Pero ¿no echa en falta su presencia física?
—Pocos días después de su fallecimiento me preguntaron en una rueda de prensa si lo echaba de menos. Ya entonces dije: “No, no le echo de menos, sencillamente porque antes, según el trabajo que había, estaba con él dos o tres horas al día. Ahora, en cambio, puedo estar en contacto con él 24 horas al día. Le pido consejo, le pido que me ayude…”.
Veintidós años trabajando con Juan Pablo II es un período muy largo. ¿Qué le han dado esos años? ¿Qué le han dejado como herencia?
—Juan Pablo II era el mejor testigo de lo que él mismo decía. Por eso su ejemplo es su mejor herencia. Pero si debiera reducir a una idea toda su riqueza, diría que se aprendía con él a tratar a la persona humana por lo que cada uno es y no por lo que cada uno tiene como simpatía, belleza, recursos etc.
¿Cuál es su recuerdo más intenso?
—Quizá el último, la despedida ya sin palabras, cuando su final era muy próximo. Como todos los días, yo estaba en la habitación, entre otras cosas porque había que seguir informando sobre su estado. Fue una despedida silenciosa. Nos miramos a los ojos y quedó todo dicho: no se sentía la falta de las palabras. Cuando murió, sucedió en esa habitación algo muy revelador. Al fallecer el Papa no se inició una oración por su alma sino un «Te Deum» de acción de gracias por su vida, una vida muy rica que terminaba su fase terrena en ese momento.
¿Cómo era Karol Wojtyla en privado?
—En privado era como se le veía en público. Pero diría que era aún mejor: un hombre enamorado y un cristiano cuya peculiaridad personal era su intensa relación directa con Dios
Juan Pablo II decía que sólo se le podía entender «desde dentro». ¿Cuál era el rasgo principal de su personalidad?
—La que puede tener una criatura que es consciente de quién proviene y con quién permanece unido continuamente. Por eso su persona y su espiritualidad eran magnéticas, atractivas. Poseía muchas virtudes, que mejoraban cada día porque nunca dejó de luchar por vivir lo que esas virtudes exigían. Pero esa gama extraordinaria de virtudes no entraban en colisión unas con otras: había entre ellas una integración magnífica. Por ejemplo, no sabía perder un minuto pero, al mismo tiempo, nunca tenía prisa; nunca le vi tenso o ansioso. Yo recuerdo de modo especial su buen humor, su sonrisa. Incluso en ocasiones en las que todo parecía requerir las lágrimas.
En sus 104 viajes internacionales, Karol Wojtyla enseñó al mundo a rezar en público. ¿Era también intenso cuando rezaba en privado? ¿Es cierto que rezaba postrado en el suelo?
—Una vez, cuando se creía solo en su capilla privada, le vi cantar frente al sagrario. No eran canciones litúrgicas sino baladas populares en polaco. En algunas ocasiones se le veía efectivamente rezar postrado en el suelo.
¿Era un místico?
—Tenía una intensa presencia de Dios, pero alimentaba su oración con las necesidades de los demás. Le llegaban mensajes de todo el mundo, y los tenía en el reclinatorio de su capilla. Le he visto pasarse horas de rodillas con estos mensajes, uno a uno, en la mano, sobre todo tipo de sufrimientos y necesidades. Pero sabía también dar gracias por tantas cosas buenas. Creo que en la oración no se ocupaba de las cosas «suyas» sino de las de los demás. Y confiaba mucho en la misericordia de Dios. Por eso su beatificación va a tener lugar en el Domingo de la Divina Misericordia, una fiesta que él instituyó y en cuya víspera falleció.
¿Se puede decir que fuese también un estoico? ¿Cómo era su mortificación?
—No era un moralista rígido ni un estoico. Sus mortificaciones eran muy frecuentes , pero sobre todo, ordinarias. Pequeños sacrificios como rechazar sin darle mayor importancia la cama que le ofrecen en un vuelo intercontinental, retrasar beber agua en países de calor sofocante y cosas así. En algunos períodos del año hacia una sola comida al día. Y la víspera de una ordenación episcopal o sacerdotal ayunaba siempre.
¿Cuál era su secreto de comunicador?
—Su eficacia comunicativa se basaba más en lo que decía, que no en como lo decía. Diría que la verdad de lo que decía se veía también en el modo expresivo como lo decía.
¿Pero cómo conseguía capturar siempre las cámaras?
—En 1987, durante un viaje a Estados Unidos, un periodista del New York Times dijo «el Papa domina la televisión simplemente ignorándola». No preparaba la escenografía, no aceptaba maquillaje, no prestaba atención a las cámaras ni a las luces, sino sólo a la gente. La gente que, para él, era siempre una persona concreta junto a otras personas singulares.
¿Le daba a usted indicaciones concretas sobre lo que tenía que decir como portavoz?
—Confiaba en la profesionalidad de las personas que tenía a su alrededor. Por ejemplo, en 1991, me comunicó con detalle que le habían diagnosticado un tumor en el colon que, entonces, se presumía maligno. Su propósito era anunciar días después en el Ángelus, con pocas palabras, que iba a ser internado y que rezaran por él. Y añadió: “Luego, usted, que conoce los detalles, diga lo que le parezca oportuno”. Tenía mucha confianza en el criterio de cada uno de nosotros. En 22 años no recuerdo que, después de haber tratado a fondo algún tema, me dijera ni una sola vez: “pero esta información es sólo para usted, no la comunique”.
Juan Pablo II es una de las personas que más ha hablado en público en toda la historia. ¿Sabía también escuchar?
—Escuchaba mucho y atentamente, a veces durante largas horas, tanto a los visitantes como a quienes frecuentemente invitaba a su mesa. Más que dar indicaciones, lo que solía hacer era pedir consejos o sugerencias. Luego, naturalmente, sabía decidir.
Los santos suelen tener buen humor. ¿Lo tenía Juan Pablo II?
—Entre tantas cualidades humanas tenía también un extraordinario buen humor que iba más allá de un simple rasgo de carácter. Era también el resultado de una convicción, de un interpretar todo con el parámetro de la fe. Era optimista, no obstante todo, porque sabía que al final de la historia humana está Dios, y no el vacío de la nada.
Usted le acompañó en muchas escapadas “secretas” a las montañas cerca de Roma. ¿Cómo era Juan Pablo II en un día de excursión?
—Es una pena que no hubiésemos hecho algunas más, pues el peso del trabajo y de la responsabilidad en aquel mundo tenso de los años ochenta era tremendo. Solíamos salir por la tarde en un coche anónimo, atravesábamos el tráfico endiablado de Roma y tomábamos una autopista hasta una casita pequeña en las montañas. Dormíamos allí, y a la mañana siguiente el Papa esquiaba unas horas o caminaba. Y nadie le reconocía porque nadie podía imaginarse al Papa esperando el telesilla. Eran pocas horas, pero era una delicia.
 Usted le acompañó en viajes a 160 países. ¿Cómo preparaba esos viajes?
—Dedicaba más tiempo a prepararlos que a hacerlos. Se enteraba en profundidad sobre la situación de cada país, su geografía, su historia, sus etnias, sus idiomas, etc. Dedicaba meses o semanas a estudiar el idioma de un país, incluso los más difíciles. Recuerdo que en Japón pronunció todos sus discursos y homilías en japonés… Una vez me explicó de modo sencillo por qué viajaba tanto: “Antes la gente iba a las parroquias. Ahora es el párroco el que tiene que ir a visitar a la gente”.
¿Cuál fue el viaje más importante?
—Hubo muchos muy importantes, como los de Polonia, por ejemplo. Pero a mí me impresiona el que hizo a Azerbaiján, una ex república soviética en el Cáucaso, cuando ya no podía caminar, tenía más de 80 años y muchas dificultades para hablar. El número de católicos en ese país era inferior a 200, pero quiso ir porque consideraba que ese puñado de católicos tenía también derecho a estar con el Papa
¿Y el viaje más peligroso?
—Probablemente la visita a Sarajevo, que sufrió retrasos y fue muy difícil de preparar por motivos de seguridad. Poco antes de aterrizar nos informaron que Juan Pablo II no podría ir en papamóvil sino en helicóptero desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, pues las fuerzas de Naciones Unidas acababan de descubrir en un puente una cantidad alta de explosivos. Se lo dije al Papa, pero él preguntó: «¿Hay gente esperando en el recorrido?». Le dije que sí, y entonces respondió: «Pues se hace como estaba planeado».
Usted negoció personalmente con Fidel Castro el histórico viaje de Juan Pablo II a Cuba en 1998. ¿Fue una oportunidad perdida para Castro?
— Yo tuve que ir antes para clarificar con Castro varios aspectos que no estaban claros. Fue un encuentro muy largo, desde las ocho de la noche hasta las dos de la madrugada. Durante el viaje, Castro mostró gran cortesía y agradeció los discursos del Papa, incluso en los temas en que no estaba de acuerdo. Aquella visita fue el inicio de un reconocimiento más pleno de la Iglesia y de los católicos en Cuba. .
—Usted viajó a Moscú en 1988 para entregar a Mijail Gorbachov una larga carta personal del Papa. ¿Cómo fue la posterior visita de Gorbachov al Vaticano y su juicio sobre el papel de Juan Pablo II en la caída del Muro de Berlín?
—La visita de Gorbachov fue un encuentro extraordinario: la primera vez que un Secretario General del Partido Comunista Soviético visitaba a un Papa, y el modo en que se entendieron. Aquel mismo día el Papa me dijo: «Es un hombre de principios». Aunque Gorbachov ha reconocido en público el mérito del Papa, el gran protagonista de la caída del muro de Berlín fue él, ya que mantuvo la promesa de no intervenir militarmente en los países del Pacto de Varsovia y evitó también una reacción militar de Berlín.
¿Se puede decir que fue el Papa de la dignidad de la persona, el Papa de los derechos humanos?
—Todo su pontificado ha sido una defensa de la dignidad trascendente de la persona humana. Y lo reconocen incluso personajes muy alejados de la fe católica. Las únicas veces que le vi “indignado” lo estaba ante las situaciones de violencia como en el Líbano o en los Balcanes. Sufría viendo que no lograba impedir la invasión de Irak, a la que se oponía con todas sus fuerzas.
Desde la primera misa como Papa en la plaza de San Pedro, Juan Pablo II siempre tuvo un rato para saludar a los enfermos. ¿Qué significaban para él?
—El tema es muy profundo: hizo del sufrimiento humano y la enfermedad los grandes cómplices de su Pontificado. Por eso tenía un gran amor a los débiles y los enfermos. Les sonreía, les acariciaba, les saludada siempre uno a uno. No tenía miedo del sufrimiento físico, que a veces es inevitable, ni de los sufrimientos morales grandes o pequeños: el hijo que te da un disgusto, el amigo que te traiciona… Tampoco tenía miedo al dolor o a la vejez, como se vio a raíz del atentado de 1981 y en los últimos años de su vida, cada vez más afectado por el Parkinson.
Era también el Papa de la «teología del cuerpo»…
—Fue una de sus grandes contribuciones, junto con muchas otras. Amaba el cuerpo humano porque es a través del cuerpo como el ser humano se inserta en la historia. Y ese cuerpo, el propio y el de los demás, merece respeto pues no es sólo un conjunto de tejidos sino la condición histórica de la persona. No tenía miedo al cuerpo sino al contrario. Tocaba a los enfermos, acariciaba y bendecía a las mujeres embarazadas. Besaba, abrazaba, hacia deporte, aplaudía, cantaba... Yo creo que su libro sobre la teología del cuerpo – “Hombre y mujer los creó” – es ya un clásico no sólo del pensamiento cristiano sino de la antropología filosófica.
¿Hablaban alguna vez en español?
Hablábamos en italiano, que él había declarado «nuestro idioma» la primera vez que se asomó al balcón de la basílica de San Pedro. Pero de vez en cuando iniciaba conversaciones conmigo en castellano. Y siempre era que me iba a gastar una broma. Como ya dije, tenía el don del buen humor.
¿Cómo veía Juan Pablo II a España?
—El hecho de que visitara España cinco veces es ya elocuente. Conocía muy bien su historia y su literatura: recuerdo todavía estupendas conversaciones con él hablando de autores clásicos y modernos españoles. También era consciente de algunas ambivalencias en su historia.
Ahora que sube a los altares, ¿Escribirá usted su libro de recuerdos personales de un santo?
—Toca usted un tema que me pesa y que siento como un imperativo moral. Tengo unas 600 páginas de notas tomadas a lo largo de aquellos años…Mucho se ha ya escrito sobre él, pero su persona, su rico perfil humano está todavía, al menos en parte, por descubrir.
En abril del 2005, los fieles gritaban «Santo súbito!», «¡Santo, ya!». La beatificación es el primer paso. Y después…¿santo cuándo?
—Cuando Dios quiera. Pero entre tanto hay algo que podemos hacer: aprender de él a vivir.

sábado, 23 de abril de 2011

Una experiencia en los campos de concentración nazis

Por Alfonso Aguiló


Sus padres, un hermano y su mujer habían muerto en las cámaras de gas. Él mismo había sido torturado y sometido a innumerables humillaciones. Durante meses, nunca pudo estar seguro de si al momento siguiente lo llevarían también a la cámara de gas, o se quedaría de nuevo entre los que se salvaban, o sea, entre aquellos que luego tenían que llevar los cuerpos a los hornos crematorios, y retirar después sus cenizas.                         
        Víctor Frankl había nacido en Viena pero era de origen judío, y eso precisamente le había conducido hasta aquellos campos de concentración nazis de la Segunda Guerra Mundial. Allí experimentó en su propia carne la dura realidad de una tragedia que asombró y asombra aún al mundo entero. Fue testigo y víctima de un gigantesco desprecio por el hombre, de todo un cúmulo de vejaciones y hechos repugnantes que, por su dimensión y su crueldad, constituyeron una dolorosa novedad en la historia.
        Frankl era un psiquiatra joven, formado en la tradición de la escuela freudiana, y fiel a sus principios, era determinista de convicción. Pensaba que aquello que nos sucede de niños marca nuestro carácter y nuestra personalidad, de tal manera que nuestro modo de entender las cosas y de reaccionar ante ellas queda ya esencialmente fijado para el futuro, sin que podamos hacer mucho por cambiarlo.
        Sin embargo, aquel día, estando desnudo y solo en una pequeña habitación, Frankl empezó a tomar conciencia de lo que denominó la libertad última, un reducto de su libertad que jamás podrían quitarle. Sus vigilantes podían controlar todo en torno a él. Podían hacer lo que quisieran con su cuerpo. Podían incluso quitarle la vida. Pero su identidad básica quedaría siempre a salvo, sólo a merced de él mismo.
        Comprendió entonces con una nueva luz que él era un ser autoconsciente, capaz de observar su propia vida, capaz de decidir en qué modo podía afectarle todo aquello. Entre lo que estaba sucediendo y lo que él hiciera, entre los estímulos y su respuesta, estaba por medio su libertad, su poder para cambiar esa respuesta.
        Fruto de estos pensamientos, Frankl se esforzó por ejercitar esa parcela suya de libertad interior que, aunque sometida a tantas tensiones, era decisivo mantener intacta. Sus carceleros tenían una mayor libertad exterior, tenían más opciones entre las que elegir. Pero él podía tener más libertad interior, más poder interno para decidir acertadamente entre las pocas opciones que se presentaban a su elección.
        Gracias a esa actitud mental, Frankl encontró fuerzas para permanecer fiel a sí mismo. Y se convirtió así en un ejemplo para quienes le rodeaban, incluso para algunos de los guardias. Ayudó a otros a encontrar sentido a su sufrimiento. Les alentó para que mantuvieran su dignidad de hombres dentro de aquella terrible vida de los campos de exterminio. En aquel momento de tanto desprecio por el hombre, de un desprecio como quizá no había conocido la historia, cuando una vida humana parecía no valer nada, precisamente entonces la vida de este hombre se hizo especialmente valiosa.
        En las más degradantes circunstancias imaginables, Frankl supo sacar partido de modo singular al privilegio humano de la autoconciencia. Y le sirvió para comprender con mayor hondura un principio fundamental de la naturaleza humana: entre el estímulo y la respuesta, el ser humano tiene la libertad interior de elegir. Una libertad que nos caracteriza como seres humanos. Ni siquiera los animales más desarrollados tienen ese recurso: están programados por el instinto o el adiestramiento, y no pueden modificar ese programa; es más, ni siquiera tienen conciencia de que exista.
        En cambio, los hombres, sean cuales fueren las circunstancias en que vivamos, podemos formular nuestros propios programas, proponernos proyectos en la vida y alcanzarlos. Podemos elevarnos por encima de nuestros instintos, de nuestros condicionamientos personales, familiares o sociales. No es que esos condicionamientos no influyan, porque sí influyen, y mucho, pero nunca llegan a eliminar nuestra libertad.
        Y son esas dotes específicamente humanas las que nos elevan por encima del mundo animal: en la medida en que las ejercitamos y desarrollamos, estamos ejercitando y desarrollando nuestro potencial humano.

Los desafíos de España, según Benedicto XVI

Por su interés, reproducimos a continuación el discurso de bienvenida del Papa a la nueva embajadora de España ante la Santa Sede, María Jesús Figa López-Palop.


Señora Embajadora:



        Al recibir las cartas credenciales que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de España ante la Santa Sede, le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el deferente saludo que me trasmite de Sus Majestades los Reyes, del Gobierno y el pueblo español. Correspondo gustosamente expresando mis mejores deseos de paz, prosperidad y bien espiritual para todos ellos, a quienes tengo muy presentes en el recuerdo y en la oración. Reciba la más cordial bienvenida al iniciar su importante quehacer en esta Misión diplomática, que cuenta con siglos de brillante historia y tantos ilustres predecesores suyos.

        He visitado recientemente Santiago de Compostela y Barcelona, y recuerdo con gratitud tantas atenciones y manifestaciones de cercanía y afecto al Sucesor de Pedro por parte de los españoles y sus Autoridades. Son dos lugares emblemáticos, en los que se pone de relieve tanto el atractivo espiritual del Apóstol Santiago, como la presencia de signos admirables que invitan a mirar hacia lo alto aun en medio de un ambiente plural y complejo.

        Durante mi visita he percibido muchas muestras de la vivacidad de la fe católica de esas tierras, que han visto nacer tantos santos, y que están sembradas de catedrales, centros de asistencia y de cultura, inspirados por la fecunda raigambre y fidelidad de sus habitantes a sus creencias religiosas. Esto comporta también la responsabilidad de unas Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede que procuren fomentar siempre, con mutuo respeto y colaboración, dentro de la legítima autonomía en sus respectivos campos, todo aquello que suscite el bien de las personas y el desarrollo auténtico de sus derechos y libertades, que incluyen la expresión de su fe y de su conciencia, tanto en la esfera pública como en la privada.

        Por su significativa trayectoria en la actividad diplomática, Vuestra Excelencia conoce bien que la Iglesia, en el ejercicio de su propia misión, busca el bien integral de cada pueblo y sus ciudadanos, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las que pide a Dios que ejerzan con generosidad, honradez, acierto y justicia su servicio a la sociedad. Este marco en el que confluyen la misión de la Iglesia y la función del Estado, además, ha quedado plasmado en acuerdos bilaterales entre España y la Santa Sede sobre los principales aspectos de interés común, que proporcionan ese soporte jurídico y esa estabilidad necesaria para que las respectivas actuaciones e iniciativas beneficien a todos.

        El comienzo de su alta responsabilidad, Señora Embajadora, tiene lugar en una situación de gran dificultad económica de ámbito mundial que atenaza también a España, con resultados verdaderamente preocupantes, sobre todo en el campo de la desocupación, que provoca desánimo y frustración especialmente en los jóvenes y las familias menos favorecidas. Tengo muy presentes a todos los ciudadanos, y pido al Todopoderoso que ilumine a cuantos tienen responsabilidades públicas para buscar denodadamente el camino de una recuperación provechosa a toda la sociedad. En este sentido, quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.

        Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y acogida en cualquier situación en que se encuentre.

        En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de la sociedad.

        No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).

        En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga también por una educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento jurídico.

        Antes de concluir, deseo hacer una referencia a mi nueva visita a España para participar en Madrid, el próximo mes de agosto, en la celebración de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Me uno con gozo a los esfuerzos y oraciones de sus organizadores, que están preparando esmeradamente tan importante acontecimiento, con el anhelo de que dé abundantes frutos espirituales para la juventud y para España. Me consta también la disponibilidad, cooperación y ayuda generosa que tanto el Gobierno de la Nación como las autoridades autonómicas y locales están dispensando para el mejor éxito de una iniciativa que atraerá la atención de todo el mundo y mostrará una vez más la grandeza de corazón y de espíritu de los españoles.

        Señora Embajadora, hago mis mejores votos por el desempeño de la alta misión que le ha sido encomendada, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se consoliden y progresen, a la vez que le aseguro el gran aprecio que tiene el Papa por las siempre queridas gentes de España. Le ruego así mismo que se haga intérprete de mis sentimientos ante los Reyes de España y las demás Autoridades de la Nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre Vuestra Excelencia, su familia que hoy la acompaña, así como sobre sus colaboradores y el noble pueblo español.

¿Qué le pasa a la ONU?

   Por    Stefano Gennarini, J.D       La ONU pierde credibilidad con cada informe que publica. Esta vez, la oficina de derechos humanos de ...